Mi padre perdió una guerra. Una desgarradora y cruel. Pero jamás se rindió, ni aceptó la derrota, en el plano intelectual.

Fui consciente de ello aun siendo muy joven, en un ya lejano verano de los cincuenta, junto a las orillas del Sil, en el Valle de Laciana. Sentados junto a las transparentes aguas del río, mientras mis tres hermanos jugueteaban por el prado o braña, papá comenzó a pensar en voz alta, como hacía con mucha frecuencia, pareciendo dirigirse a Heráclito y/o a la Historia, a través de ese su río que fluía incesantemente. Y entonces lo tuve muy claro para siempre: el combate intelectual se alargaría, hasta el final de la dictadura franquista.

Y en estos días de esencialismos, determinismos y verdades absolutas, añoro a mi padre. Él nunca adoctrinaba, ni siquiera sermoneaba de forma directa. Como digo reflexionaba en voz alta, citando a sus clásicos: Unamuno, Ortega, Pérez de Ayala, Marañón, Besteiro, Azaña… incluso a Franklin D. Roosvelt (en casa había un par de tomos sobre el “New Deal”). Fue un republicano azañista, liberal y demócrata a carta cabal. Un tanto machista, como casi todos los varones de su época, en temas como las labores de la casa y el papel de las mujeres en la sociedad. Pero incluso en este aspecto, sentía y observaba un profundo respeto, hacia el llamado entonce “sexo débil”. Un respeto sí, un tanto a la antigua usanza de los “caballeros”. Era un castellano viejo – aunque de León – un tanto adusto, honrado y reservado. Le costaba expresar a las claras, un afecto o un sentimiento personal, como si hubiera sido educado en la tradición aristocrática inglesa, según la cual es incorrecto manifestar en público, las emociones íntimas. Políticamente nos educó, como en todo, de forma indirecta. En las comidas y cenas de entonces (largas y copiosas, siempre con tres platos, y con toda la familia sentada a la mesa, de la que nadie se levantaba, hasta que lo hacía él) como repito reflexionaba en voz alta, especialmente cuando escuchábamos el informativo, que en aquel tiempo se llamaba aún “El parte”, dándole la vuelta a las noticias propagandísticas que nos endilgaban, presentando una visión alternativa a las mismas, desde un punto de vista republicano, liberal y democrático.

Él sabía muy bien, que pocas cosas han hecho tanto daño, como la creencia por parte de individuos o grupos (tribus, Estados, naciones o Iglesias) que “únicamente ellos” estaban en posesión de la verdad; y que los que difieren de ellos, no sólo están equivocados, sino que son corruptos y malvados, y necesitan de un freno o, peor, su eliminación. Con frecuencia repetía: que es de una arrogancia increíble y peligrosa, creer que sólo uno tiene razón; que tiene como un ojo mágico que contempla la verdad; y que los demás no pueden tener razón si discrepan. Esto crea en uno la certidumbre de que hay un “fin” y sólo uno, para la nación o la iglesia de cada cual y para toda la humanidad, y que este “fin” merece todo el sufrimiento que sea necesario para alcanzarlo, aunque sea a través de un “océano de sangre hacia el Reino del Amor”, cómo Berlin escribía que dijo Robespierre (aunque parece que las palabras del Incorruptible fueron estas: “Al sellar nuestra obra con nuestra sangre, al menos podemos ver brillar la aurora de la felicidad universal).

Mi padre estaba convencido de que Hitler, Franco, Lenin y Stalin – y yo me atrevería a añadir a los líderes religiosos en las guerras entre cristianos y musulmanes, o entre católicos y protestantes – creían sinceramente en esto: que hay una y sólo una respuesta verdadera, a las cuestiones centrales que han atormentado a la humanidad, y que si uno la conoce – o el líder de uno, o el partido de uno – puede por ella, llegar a ser responsable de mares de sangre. Pero ningún Reino del Amor, como diría Berlin, ha surgido de tal creencia, ni puede surgir. Hay muchas formas de vida, de creencias, de comportamientos. El mero “conocimiento” que proporcionan la historia, la antropología, la literatura, el arte, el derecho… deja claro que las diferencias de culturas y caracteres, son tan profundas como los parecidos. Y que no nos empobrece esta rica variedad: el “conocimiento” nos abre las ventanas del espíritu, y hace a las personas más sabias, más agradables y más civilizadas. Al contrario su ausencia, alimenta los prejuicios irracionales, los odios, el horrible exterminio de los herejes, y de todos los “diferentes”.

Mi padre admiraba las instituciones británicas, aunque él era bastante afrancesado, después de vivir un año en Lyon, adiestrándose en la industria del  curtido de pieles. Nos explicaba – cuando aún éramos unos jovencitos los cuatro hermanos -  que los elementos más valiosos, o de los más valiosos, de la tradición británica (siguiendo en esto a otro de sus autores preferidos: Salvador de Madariaga) son precisamente los relativos a la libertad respecto al fanatismo y la monomanía política, racial y religiosa: llegar a acuerdos con aquellas gentes con las que no simpatizamos, o que no entendemos, es fundamental para cualquier sociedad decente; nada es más destructivo que la feliz sensación de infalibilidad de uno mismo, o de la propia nación, o del propio partido, pues conduce a destruir a otros, con la conciencia tranquila de quien está haciendo el trabajo de Dios, o de la raza superior, como también escribe Berlin. El único remedio a esto, es “comprender” como viven otras sociedades, en el espacio o en el tiempo: y que es “posible” vivir de formas distintas a las de uno mismo, y ser enteramente humano, merecedor de cariño, de respeto y, al menos, de “curiosidad”.

La certeza intuitiva, no es un sustituto para el conocimiento empírico, cuidadosamente comprobado, y basado en la experimentación y en la discusión libre entre los hombres: los hombres de ideas y los espíritus libres, son las primeras víctimas de los totalitarismos.

Pues eso.