Hablar de los premios literarios sin pillarte las manos, sin involucrarte en ello con honestidad y argumentos, se me antoja tan imposible como meter la cabeza en la boca de un león o un cocodrilo y pretender salir ileso. Dado como soy a correr riesgos en el ejercicio de la creación, de la crítica y de la vida, lo cual ocasiona no pocos problemas habitualmente, y,  aunque otros que se venden como “jóvenes poetas rebeldes” y se manejen con pericia en los terrenos de la hipocresía de lo “políticamente correcto”, lo cual les suele reportar suculentos premios, subvenciones y apoyos, creo que lo obligado sería decir la verdad o, al menos, la mía.

Con los certámenes me encuentro, tomándole prestado a Alberti el título del libro, Entre el Clavel y la Espada, pero la Espada de Damocles. Digo esto porque uno tiene la doble sensación sobre los concursos de escribir al margen de ellos, como en el exilio de la vida literaria, mientras que otros, mejor relacionados o más hábilmente, han hecho de ello una forma de vida. No en vano, sobre ciertos hermanos de la provincia de Cádiz, se acuñó la leyenda de que habían “construido su casa verso a verso”, haciendo alusión a que no había premio con cierta cuantía económica importante de la época a la que ellos no se presentaran y ganasen. Vaya por delante, sin embargo, que siempre he defendido que me parecen muy lícitos los derechos empresariales de una editorial privada, que con su dinero invierte, como buenamente le parece, en lo que cree rentable. Muy a menudo se dispara, fácil y malintencionadamente contra grandes editoriales como Planeta, que suelen dar, a menudo, muestras de ser más honestas y claras que otras entidades, creadores de la pomada o Popes que gastan fondos públicos. Un ejemplo es el bofetón sin manos que nos hemos llevado durante años la concurrencia- y me incluyo- ante el bulo de que el ganador de este premio sería Javier Sierra, escritor por cierto, que además de solvente,  consiguió como pocos meterse con su novela, La Cena Secreta, en la lista de los más vendidos en EEUU, entre los diez primeros para ser exactos, sin más ayuda que su propio talento, y que  a pesar de negarlo por activa, facebook y pasiva, con el divertido comentario “son rumores”, tuvo que esperar al fallo en el que se diera a conocer al galardonado Eduardo Mendoza, para que los arúspices del cuchicheo se callasen. Este año, también histórico en el que la gran empresa  editorial ha anunciado su marcha de Barcelona, donde nació y se radicó, por el desbarajuste económico político que ha supuesto el maldito y agotador “procés”, sí he celebrado como mío, y cuando ya nadie lo apuntaba,  el premio a Javier Sierra, con la novela “El Fuego Invisible”. Ya está bien de no alegrarse con que compatriotas y compañeros de letras consigan fuera cosas tan difíciles como es entrar en un mercado blindado para lo no americano como es el estadounidense, y se les niegue ese logro también aquí. Celebro el que sea profeta y galardonado en su tierra como en las foráneas.

Con los concursos pues la sensación es dual y confusa, ya que los premios consolidan y dan espaldarazos a las carreras literarias pero, también, pueden determinarlas, fatalmente, ya que crean camarillas, grupos cuasi mafiosos, corruptelas, cadenas de favores, cambios de los mismos como de cromos, o toda una clase de injerencias en las carreras y vidas literarias que pueden dar al traste con las inmaculadas ilusiones de los que empiezan, o con las esforzadas resistencias de los que persisten  a pesar de los lodazales en los que a menudo acaban convertidos los galardones literarios. No en vano, mientras la rumorología hacía horóscopos con el premio Planeta, una autor tan consagrado como el cariñena en la basílica del Pilar, el eximio poeta Luis García Montero aseguraba en un encuentro de autores, según me cuentan que yo lo tengo prohibido por prescripción médica- en una mesa redonda sobre la “Poesía en el SXXI” que, “estando de jurado en un premio, entre un amigo y un desconocido, aunque el libro fuese mejor, él premiaba al amigo”, ejercicio de sinceridad sin precedentes, y toda una declaración de principios. El ciclo se llama “Llamando a la Tierra”. Yo no sé si habrá inteligencia extraterrestre pero, desde luego, humana, cada vez menos...

El dilema es terrible: escribir o no escribir, ésa es la cuestión y, quizá, entre escribir o no escribir, y emulando un conocido poema de Juan Cobos Wilkins, lo acertado sería elegir “o”;  presentarse a un premio o no presentarse, jugar según las reglas no escritas o no jugarlas, y seguir concursando en todo, como un kamikaze, hasta que suene la flauta y que suene la cantinela de “no me llames iluso porque tenga una ilusión” .

Yo no soy capaz de juzgar sobre cual de las dos opciones tomar, aunque a mí, personalmente, me siguen pareciendo mejor tomar las más éticas y estéticas, lo que suele ser lo menos habitual y echar a los concursos, como en la primitiva, que si no, no puede suceder el milagro y, a veces, sucede. No es cosa de ahora, ya Mecenas, de donde viene la idea de mecenazgo,  una especie de ministro de cultura del Emperador Romano Augusto, en el S. I DC, favorecía económicamente a los poetas que alababan a su Emperador, es decir, sus amigos,  y castigaba a los que le eran contrarios, incluso con el exilio, como en el caso de Ovidio. Ahora no se castiga con la muerte a nadie o con la cárcel, salvo en China y alguno de esos otros países tan democráticos, y si no que se lo digan al enjaulado Premio Nobel y su mujer.  Sin embargo, en nuestras sociedades europeas, tan avanzadas, se han sofisticado las silenciosas formas de ostracismo, cada vez más evidentes. Si no estás conmigo, no existes. En fin, siempre nos quedará Internet...