El escritor Fernando Aramburu presentó su novela Patria el pasado 27 de septiembre en el Parlamento Europeo. La novela, que a grandes rasgos habla de identidades y de nacionalismos, en concreto sobre el País Vasco en los tiempos de ETA, lleva más de veinte ediciones y medio millón de libros vendidos, y no para de recibir premios.  Nacido en San Sebasatián, Aramburu lleva más de treinta años viviendo en Alemania, y analizando, desde afuera, los conflictos nacionalistas españoles. En la presentación en Bruselas de su libro, que ha sido Premio de la Crítica en 2016 y Premio Francisco Umbral 2017, Aramburu ha dicho algo, en referencia al actual problema catalán, que nos debería hacer pensar un poco a todos, aunque ya sabemos que pensar en tarea ardua y es más fácil ver Sálvame de Luxe.

“Las masas agitando banderas es una manera de no ejercer la inteligencia”, dijo literalmente Aramburu, refiriéndose en concreto a las imágenes en Cataluña de niños pequeños enarbolando banderas nacionalistas. Se me antoja que es una manera muy sutil de decir lo que muchos pensamos, que las masas agitando banderas es un síntoma de brutalidad, de fanatismo, de mimetismo propio de quien no quiere, o no puede, o no sabe pensar; es decir, es una señal de estupidez supina. Es un peligro contra la sensatez, la tolerancia y el más elemental sentido común. Puede ser, la verdad, la antesala de cosas peores.

En toda ciudad, en todo pueblo de España se ven últimamente multitud de banderas ondeando, como si el sentir patrio fuera un honor y como si la bandera fuera una deidad a la que rendir pleitesía.  Supongo que también tantas banderas catalanas ondean en Cataluña. Y tanto rechazo me producen las unas como las otras, especialmente cuando se exhiben como señal excluyente de identidad. Porque, como dijo Arthur Shopenhauer, “...todo imbécil execrable, que no tiene en el mundo nada de que pueda enorgullecerse, se refugia en ese último recurso, en vanagloriarse de la nación a la que pertenece por pura casualidad”.

España se ven últimamente multitud de banderas ondeando, como si el sentir patrio fuera un honor y como si la bandera fuera una deidad a la que rendir pleitesía

Antes no entendía muy bien eso del “patriotismo”. Me parecía algo exótico y extraño eso de “ofrecer la vida por la patria”. Y pensaba: “¿Por qué hay gente que da la vida por su país? Es un sinsentido. Ningún país exige que ninguno de sus habitantes muera por él, porque ni siquiera existe, es un pedazo de tierra delimitado por unas fronteras que los hombres han creado...” Ahora lo entiendo muy bien. Es otro concepto abstracto cuyo significado es, en realidad, una falacia que supone el rechazo a lo foráneo y el fanatismo absurdo que celebra las supuestas bondades de lo propio por oposición a las supuestas maldades de lo ajeno, detrás de unas supuestas fronteras que no son naturales. En esencia, es parte de lo peor que habita en el ser humano. Es una herramienta más de odio contra lo que no es lo “nuestro”, lo cual, por supuesto, conduce a la estrechez, a la intolerancia y a la cerrazón; ya sabemos, dios, patria y rey.

Como es lógico y natural, la derecha es la gran usufructuaria del concepto “patriotismo”, aunque de una manera muy sui generis. Resulta curioso, y a veces hasta cómico, observar ese supuesto amor patrio que algunos se creen poseer como monopolio ideológico. Es un supuesto amor patrio que parece ser directamente proporcional a los intereses corporativos y dinerarios de los patriotas. Por ejemplo, suelen ser los más patriotas los que buscan otros países en los que guarecer sus dineros. Suelen ser los más patriotas los que más defienden los nacionalismos y las intolerancias consecuentes. Suelen ser los más patriotas los que llegan a más altas cotas de fanatismo y los que menos dudan en ejercer la violencia por defender sus ideas, aunque eso conlleve la destrucción del país al que tanto dicen amar. Y suelen ser los menos patriotas los que más hacen, en realidad, por la patria. La guerra civil española es un buen ejemplo de ello. Ya lo dijo el humorista Gila, “el patriotismo es un invento de las clases poderosas para que las clases inferiores defiendan sus intereses”.

Lejos de sentirme orgullosa cuando veo tanta bandera ondeando en tantos balcones españoles siento una mezcla de miedo, de vergüenza y de pena. Percibo que detrás de esas banderas hay personas intolerantes, cuando no simplemente ignorantes, incapaces de darse cuenta de que las fronteras, en realidad, no existen; de que las banderas, los países, las diferentes lenguas y culturas son simplemente producto de convencionalismos establecidos, o de simple funcionalidad y puro azar. Por encima de ellos existe una humanidad entera, unos valores universales, una mismidad que sólo los intolerantes se niegan a ver, a sentir y a disfrutar.

“En el mundo pues no hay mayor pecado que el de no seguir al abanderado” canta Paco Ibáñez. “Los países fascistas siempre muestran un gran orgullo por su bandera. A mí, en cambio, me molestan”, decía el escritor y periodista norteamericano Norman Mailer. “Patrias de nailon. No me gustan los himnos ni las banderas”, decía Mario Benedetti. A mí tampoco, excepto una, con la que hago, por justicia a nuestro pasado histórico, una excepción.