Estamos ya en pleno 1-O y seguimos sin entendernos. No se trata de que haya mala fe entre las partes, Darwin nos libre, sino de un problema de lenguaje. Si las palabras no tienen el mismo significado para todos, se hable el idioma que se hable, es imposible que lleguemos a entender lo que dice el de enfrente. Pongamos como ejemplo el distinto significado que tiene la palabra "fascista", para los diferentes portadores de banderas. 

Para los que se envuelven en la estelada, fascista significa: veterano cantautor, que se enfrentó a la dictadura, y que considera que un referéndum sin garantías no representa a nadie. Para los que prefieren como vestimenta la rojigüalda (mismos colores, en distinta disposición), un fascista es aquel que convoca un referéndum siguiendo la voluntad de una parte significativa de la población, pero saltándose la Constitución. Mismo significante con diferentes significados al gusto de quien los usa, hacen inservible el habla.

Por eso, desde hace años, en Catalunya el lenguaje oral se ha ido sustituyendo por el corporal. Mucha gente en la calle llevando una determinada bandera, quiere decir que todos ellos, sin distinguir matices, están de acuerdo en algo y, por supuesto, en claro desacuerdo con otro algo. Cuanta más gente y más banderas se juntan, más claro llega el recado a los del otro bando, porque se trata precisamente de eso, de bandos y recados

El lenguaje corporal es tan diáfano, tan elemental, que no es extraño que sea el que más éxito tiene en el reino animal. Pero en su simplicidad está, precisamente, su debilidad. Las ideas que se pueden transmitir con un palo, un trapo y una palabra repetida a modo de mantra, son tan pobres como las que se pueden comunicar con una porra y un cañón de agua a presión. 

Si el habla nos hizo humanos, la falta de ella nos devuelve al principio de los tiempos. Qué pereza haber llegado hasta el siglo XXI, para tener que volver a subirnos a los árboles. Con la práctica  que hemos perdido, vamos a acabar haciéndonos daño.