Confieso ser inexperta y profana en la materia “nacionalismos”. Nunca he entendido bien esos fervores patrios que parecen nublar las neuronas e idiotizar la sesera de tanta gente que es capaz de perder el norte y matar, si hiciera falta, por un concepto absolutamente convencional, abstracto y arbitrario. Personajes como Guzmán “el bueno”, quien lanzó un cuchillo con el que matar a su propio hijo antes que entregar Tarifa en el siglo XIII, o como el general Moscardó, quien secuestró el Alcázar de Toledo aun a costa, también, de la muerte de su descendiente, siempre me parecieron historias oscuras y extrañas. Son ideas patrias unidas a conceptos que, como el honor, el pundonor, la lealtad, son excusas perfectas para mantener idearios primarios y dogmáticos con los que alejar cualquier atisbo de progreso, evolución o sofisticación moral.

Personalmente me siento ciudadana del mundo, aunque entiendo muy bien que la tierra en la que venimos al mundo suele formar parte de nuestro universo afectivo personal; pero, en realidad, si profundizamos en el tema, la idea de patria o nación es una falacia. Las fronteras no existen, son creaciones humanas, del todo arbitrarias y convencionales. La historia misma de las naciones suele estar regida por cambios y transformaciones en sus fronteras ajenos al sentir natural de sus habitantes. Es la cultura y las costumbres de cada pueblo lo que conglomera, de manera natural, a los grupos humanos; todo lo demás son creaciones promovidas por intereses que nada tienen que ver con el amor o el arraigo a la tierra por parte de los que la habitan.

Aquel “punto azul” del que nos hablaba Carl Sagan, que es nuestro planeta visto desde el espacio, nos ofrece el panorama rotundo de la “pequeñez” de lo que somos, y nos hace relativizar todos esos asuntos de divisiones, fronteras, guerras, naciones y patrias que hacen que ese diminuto punto azul sea, en lugar de un paraíso, un infierno lleno de luchas, abusos, masacres y confrontaciones. Pero la condición humana es como es, y me temo que así seguirá siendo durante mucho tiempo.

Mientras tanto, leo que en Cataluña ya existe una hoja de ruta a partir del referéndum del uno de octubre, si gana el sí, a través de la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República. Me quedo atónita por varios motivos: por un lado, por la celeridad del proceso, por otro, por percibir la posibilidad de que en España (en parte de ella, aunque deje de ser España) pueda llegar a existir, por fin, una República, y no sólo la independiente de nuestra casa. Si el resultado es secesionista, el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, declarará la independencia de Cataluña y proclamará la República catalana.

Me cuesta, la verdad, posicionarme en este contexto. Aunque tengo algunas ideas muy claras: me asusta ese miedo de la derecha y adláteres a la voz del pueblo; la voz del pueblo, los referéndums, las elecciones, son lo que llamamos democracia. Si los catalanes eligen ser independientes, por mí, estupendo; es su elección, y me temo que los que pondrán el grito en el cielo argumentando la ruptura de España son los mismos que la están rompiendo, y son los mismos que crean y difunden tópicos de rechazo y de odio hacia lo catalán.

Me encanta Cataluña y la cultura catalana, la verdad.  Nunca, en Cataluña, nadie me ha hablado en catalán de manera hostil. Al contrario, he empezado alguna conversación en catalán, para aprender el idioma, y rara vez he podido continuar, porque no me dejan. Es una tierra especial, la catalana. Allí me suelo sentir un poco más cerca de Europa que en ningún otro lugar de España. Adquiera la forma política que adquiera seguiré visitándola cuando me sea posible y en nada cambiará mi relación con ella. Llegar a ser una República requiere, supongo, un mínimo de cultura democrática y republicana. No creo que sea fácil una transición tan abrupta. Pero a estas alturas sé también que a veces las cosas se hacen o no se hacen nunca. Y si llega a ser una República, muy bienvenida sea.

Mientras tanto, se me ocurre relativizar el asunto, como Carl Sagan, y me viene a la mente una cita contundente del ensayista y poeta Samuel Johnson: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”, haciendo referencia a los patriotas de pacotilla, que no son los nacionalistas catalanes, precisamente. Y también otra pequeña reflexión del filósofo y novelista inglés Herbert Georges Wells: “nuestra verdadera nacionalidad es la del género humano”, mal que nos pese a veces.