Asistí, como cerca de medio millón de ciudadanos de toda edad y condición, a la manifestación convocada de forma conjunta por la Generalitat de Cataluña y el Ayuntamiento de Barcelona a modo de expresión de duelo y protesta por los criminales atentados yihadistas perpetrados el pasado día 17 en la Rambla barcelonesa y en el paseo marítimo de Cambrils. Fui uno más de los que grité “¡No tinc por!” (“¡No tengo miedo!”), el lema unitario surgido de inmediato de la misma ciudadanía en el primer acto de duelo y protesta convocado por las mismas instituciones en la plaza de Cataluña, el día después de aquellos atentados.

Es muy cierto que yo no tengo miedo a nuevos atentados terroristas. Al menos, no tengo ahora más miedo del que ya tenía antes de este tan doloroso 17-A. Nos hemos visto obligados, como mínimo desde el 11-S en Nueva York, pero en especial tras el 11-M en Madrid y los sucesivos atentados yihadistas cometidos en Londres y en París, en Bruselas y en tantas otras ciudades europeas, a asumir la incertidumbre que provoca este nuevo tipo de atentados, tan bárbaros como suicidas, tan indiscriminados como imprevisibles, y que afectan de un modo muy especial a ciudadanos musulmanes, en Libia y en Siria, en Irak y en el Líbano…

No obstante, es muy cierto que tengo miedo. Cada vez tengo más miedo. Sobre todo, después de asistir a la citada manifestación en Barcelona. Porque lo que debía de ser la expresión unitaria del dolor y la protesta ante los atentados del 17-A, de solidaridad con todas sus víctimas directas e indirectas, pasó a convertirse en una muestra más de la profunda fractura que padece la sociedad catalana. Además de una gran masa reunida con el exclusivo propósito de expresar, en silencio, sin banderas ni pancartas, estos sentimientos de solidaridad, dolor y protesta, algunos miles de los asistentes aprovecharon la oportunidad para intentar instrumentalizarlo y patrimonializarlo, al servicio de sus exclusivos intereses políticos.

Por esto tengo miedo. Porque la fractura social que padece Cataluña es muy grave y mucho me temo que es ya irreversible, al menos a corto e incluso a medio plazo. Tengo cada vez más miedo a esta división social, que además va a más cada día. Lo que había sido la enseña histórica del catalanismo político, su voluntad integradora e inclusiva, ha dado paso a un talante tan excluyente que hemos llegado ya al límite de que todo un consejero de la Generalitat, nada menos que su portavoz y titular del departamento de Presidencia, Jordi Turull, se ha atrevido a verbalizar en público lo que gran parte del separatismo viene pensando desde hace tiempo: que aquellos ciudadanos de Cataluña que optemos por no votar en el referéndum ilegal anunciado para el próximo día 1 de octubre pasaremos a ser simplemente “súbditos”.

Sí, tengo miedo. Cada vez tengo más miedo. Entre otras razones, porque desgraciadamente ya fui un simple súbdito. Durante 30 largos años. Desde que nací, en 1947, y hasta que voté por primera vez, el 15-J de 1977, en las primeras elecciones democráticas celebradas en España después de la incivil guerra civil.