Las oleadas de ciudadanos que salieron  a las calles de Barcelona el sábado pasado, más de medio millón de  personas, eran de diversos y muy diferentes colores. Y Felipe VI tuvo que volver a oír, una vez más, tremendas pitadas y abucheos a granel.

El Rey aguantó con dignidad. Sabía que le tocaba hacerlo. Desde que los sectores independentistas más radicales prepararon su plan, hasta que lo pusieron en práctica, se podía haber planificado interponer otro cinturón protector detrás de la segunda cabeza de la manifestación, en la que estaba el jefe del Estado, el Gobierno central, el Gobierno catalán y el Ayuntamiento de Barcelona.

Pero más allá de aciertos y errores en la organización de una marcha que, en todo caso, honró a las víctimas de la masacre terrorista y a sus familias, Felipe VI conoce perfectamente que los soberanistas por una parte están empeñados en conseguir una República catalana, y que en Cataluña el entusiasmo generalizado hacia la institución monárquica es más bien escaso. Incluso, cuando siendo Príncipe asistió en Barcelona al Teatro del Liceo, en compañía de su esposa, los silbidos se hicieron presentes.

Felipe VI intenta capear el temporal con gran dignidad, se atiene a la Constitución (que muchos quisieran modificar), pero no disfruta de la capacidad de empatía que tenía su padre cuando todavía no era Rey emérito.

No fue el “príncipe malo,” de los versos “Un mundo al revés” del gran poeta José Agustín  Goytisolo. Todo lo contrario. Pero ahora, como Rey debe preguntarse a menudo hasta qué punto será angosto el camino que espera a la Monarquía española.

Sucede además, que los borbones en general se proyectan como familias de otros tiempos. Muy lejos de este siglo. La conducta de los  ciudadanos que silban  con fuerza y enseñan pancartas críticas contra las relaciones preferentes de España con Arabia Saudí están diciendo que ha llegado la hora del fin de los reinados.

El padre del actual Rey, Juan Carlos I, logró exhibir su dimensión de ciudadano de a pie, su capacidad para hacer comentarios cachondos traspasaba los muros de la discreción exigida y su fama de vividor le acompañó desde el principio. Pero le tocó a Juan Carlos frenar  el  golpe   de Estado de aquel facha llamado Tejero  y de muchos generales  franquistas. Y resultó el mejor garante de la democracia.

Juan Carlos I fue Rey gracias al dictador, empeñado en que no volviera su padre Don Juan de Borbón, que no supo  jugar al  doblete y perdió. Sin embargo,  pasados los años, empezó  a conocerse que   la Zarzuela o la Casa del Rey ya no  parecía ser la solamente la película del Rey bueno.     

Con todo, siempre contó con el apoyo de los dos partidos que se alternaban en el Gobierno. Ahora la correlación de fuerzas políticas es otra y la mordaza sobre la Monarquía que se autoimpusieron los medios de comunicación en el pasado, no existe. Será casi imposible llegar a un acuerdo sobre las modificaciones que reclama la Constitución de 1978. Pero el cambio ha empezado a galopar.