Acaba el curso laboral y lo hace de la mejor manera posible, con un hito histórico de esos que a cualquier periodista le gusta presenciar. En este caso, la declaración de todo un presidente del Gobierno ante un tribunal. Pero acaba siendo un bluf, como el propio Mariano Rajoy diría. Resulta que el hombre que gobierna el país desde hace seis años, y su partido desde hace 13, no sabía nada de nada. Él se dedicaba a lo político, con irregulares resultados, y la parte magra se la dejaba a otros. Se declara en ignorancia.

Decido imitarle para empezar las vacaciones. Cojo mis bártulos y con el ensayo La España vacía bajo el brazo me retiro a ese desierto demográfico que retrata Sergio del Molino. Me voy a mi pueblo, con sus 132 habitantes más mis cuatro abuelos. Si a mi edad poder disfrutar de todos ellos es una suerte, que vivan en la misma aldea es un tesoro socrático que me permite sentir que sólo sé que no sé nada a cada instante.

Florencio, mi abuelo paterno, es todo lo renacentista que se puede ser en la Moraña. Capaz de compaginar la ganadería y la agricultura con ser el carpintero y el panadero del pueblo. De él he aprendido que el álamo canadiense hace buenas vigas, pero que hay que desnudarle de su corteza para que no le ataque la carcoma. Y que a los nudos de la madera hay que golpearles con el hacha de la manera que parece más antinatural, para que no se quiebre. Pero, sobre todo, me ha enseñado astronomía. Por las noches, sentados en el fresco, cuando ya le creías dormido, de repente mira al cielo y recita prosa universal que recuerda desde la escuela. “El Sol está a 150 millones de kilómetros de distancia y la Luna a 384.000. La Luna pesa 80 veces menos que la Tierra y tarda 29 días y medio en darle la vuelta. Si un cañón disparase al Sol, la bala tardaría más de 14 años en llegar”.

Dora, su mujer y por extensión mi abuela, es el ejemplo paradójico de que se puede amar a los animales siendo un matarife profesional. Como un ninja, sabe dar matarile a toda la granja, provocando el menor sufrimiento posible. A fuerza de haber tenido que alimentar ocho bocas, no hay gallina, conejo o cerdo que se le resista. Pero también conoce sus secretos más íntimos. Las vacas, los cerdos y las ovejas nunca se pierden porque saben volver solos a casa, pero a las mulas, más tercas quizás, hay que ir a buscarlas. Los pollos crecen más y dan más carne si son capones y los calostros hay que moverlos sin descanso para que no se hagan cuajarones.

Balbino, mi abuelo materno, sabe de un vistazo cuántas obradas tiene una tierra. Y, a doscientos metros y sólo con atisbar un tallo o una hoja, adivina si en ella se ha cultivado alfalfa, trigo o garbanzo. Es un nostálgico que no disfruta de la epidemia de soledad que asola a la Meseta desde la mecanización agrícola. Dice que “el campo ahora es muy serio” y añora los tiempos en que “por todos lados había yuntas” y a la hora del almuerzo se juntaban en grupos de 20 agricultores. Yo prefiero el monte, abigarrado de encinas. A él le aburre y disfruta de las extensiones de secano, porque a diferencia del bosque, éste cambia de colores y tamaños. Yo gozo con el silencio de un pantano abandonado, a él le preocupa pasar mucho tiempo ahí, por si “nos da un perrente” y no hay a quien pedir auxilio. De él aprendo que nunca estamos satisfechos con lo que tenemos.

Su compañera en la vida, Pilar, va a por la tercera cadera pero es imparable. Me enseña que es normal que me duelan las rodillas, porque somos de hueso flojo en la familia, pero sobretodo porque ahora viene una “revuelta”. Me lo dice horas antes de que el hombre del tiempo anuncie que el anticiclón se va y viene una borrasca. A buenas horas lo anuncia, hace días que las ovejas andan intranquilas y “los animales son más listos que las personas”. La leche siempre hay que hervirla al traerla de la vaquería y la nata se separa para echarla al bizcocho “alimón”. Los torreznos se fríen siempre en su propia manteca y una tortilla con la patata hecha al microondas, ni es tortilla, ni es ná.

Y, sin embargo, cuando llega la hora del parte, lo que los millenials llamamos el Telediario, en el pueblo se vuelven hacia mí y me dicen “¿qué hacemos con Venezuela?”. Lo preguntan con la preocupación de quien tiene un hijo rebelde que no quiere estudiar, al que casi se le da por perdido. Y yo, ignorante perdido, no sé qué responder ni por qué habría de hacerlo. ¿Qué hacemos con Colombia, y con Honduras, y con Argentina? ¿Quiénes somos para hacer nada? ¿Qué sé yo de Venezuela, más que lo que se empeña en decirme un “parte” que empieza con unos soldados en “rebeldía” y termina con la misma imagen, tras hacer un repaso a los borrachos de Magaluf y las vacaciones de la familia real? ¿Qué juicio se puede hacer a 7.000 kilómetros de distancia, aparte de que una bala de cañón tardaría casi seis horas en llegar a Caracas?