Desde que en el año 2002 José Antonio Camacho se echase a España entera a las axilas y plasmase en las sobaqueras de su camisa por ósmosis las lágrimas que nos provocó Al-Ghandour, el sudor había estado desterrado del olimpo del esfuerzo. Vivimos en una ola de calor continua y casi no existe medio digital que no saque un artículo con consejos para evitar la transpiración y que nuestra ropa se convierta en un lienzo posmoderno de las caras de Bélmez. Dan ganas de salir de casa ungidos en talco, como el día en que Ross sufrió el ataque de unos pantalones de cuero.

Pero todo eso está a punto de cambiar, gracias a nuestro presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, quien ha convertido ya en una tradición estival hacer un alto en su primera carrera matutina para charlar con los periodistas. Ana Obregón convocaba a la prensa para realizar su posado en bikini, Rajoy hace un posado en un polo sudoroso, subiendo un grado la campechanía de las mangas de camisa. Ambas situaciones pretenden ese aire informal, como si casualmente varios periodistas hubieran confluido en un camino pedregoso y Rajoy pasara por allí. Sólo le falta el “vaya, no os había visto llegar” con cara de fingida sorpresa.

Que Rajoy camine y corra como el fundador del Pressing Catch es algo a lo que ya nos hemos acostumbrado los españoles y que provoca comicidad y ternura a partes iguales. No hay problema con ello. Aznar hacía 2.000 chorrotones de abdominales cada mañana y Zapatero, pese a no tener un físico portentoso, hacía sus esfuerzos por aparecer de guindas a brevas en mallas.

Todo forma parte de la intención de transmitir a los gobernados que sus gobernantes son la quintaesencia de la cultura del esfuerzo, esa en la que el propio Rajoy no creía en los años 80 porque, en su imaginario, la estirpe era el único ascensor social válido. Pero el presidente se esfuerza en enseñarnos que, mientras vosotros os aplatanáis en el sofá la mañana del sábado viendo Bob Esponja, él madruga para echar unas carreras. El brillo sudoroso de la frente de Rajoy es el faro moderno que guía la nación, como en su tiempo lo fuera la lucecita del Pardo.

El problema es que mientras uno blasona -como diría el propio Rajoy- de sudor, no se puede decir, ‘pues aquí estoy, a ver si puedo disfrutar de 20 días de vacaciones sin que los catalanes den la lata’. Porque claro, querer independizarse es algo opinable, pero hacerlo durante las vacaciones del presidente es un atentado contra el sentido común. Irse de vacaciones es un derecho inalienable, por mucho que Cifuentes lo niegue, y Rajoy tiene todo el derecho a ello; casi la obligación, para despejar la mente después de tener que testificar ante un tribunal y de cara a los retos que le esperan por delante. Otra cosa es aspirar a que nadie perturbe la paz de tu retiro cuando gobiernas una de las principales economías del mundo.

De hecho, según se informó recientemente, el propio presidente, a través de Soraya Sáenz de Santamaría, ordenó a sus ministros, así como a los jueces y senadores, que estén localizables y a menos de dos horas de Madrid por si a los independentistas les da por aprobar alguna desconexión con estivalidad. Dado que es más fácil ver una meiga en Galicia que un AVE, a Rajoy no le quedará otra que volverse en avión si le fastidian las vacaciones. Aunque, dado su miedo a volar, siempre le queda la opción de volver corriendo. Y salvar a España sudando.