Asegura en una de sus acepciones principales el Diccionario de la Real Academia que “Cultura” es el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época”. En ese mismo sentido me atrevería a decir que, la cultura es, sobretodo, el alma de los pueblos.  El espíritu que de las civilizaciones perdura incluso cuando éstas desaparecen.

Si algo ha demostrado la antropología cultural y la ciencia neurológica más avanzada es que es el habla,  la creación de un idioma y una escritura, lo que escasamente nos diferencia del resto de los animales. Un porcentaje mínimo que agudizó la creación de una inteligencia y una sensibilidad capaz de interpretar y comunicar el mundo a través de las emociones al resto de nuestros congéneres; también capaz de transformar el mundo a través de este código común que es la lengua y sus productos culturales. Son los libros piedras fundamentales en la construcción de nuestra identidad como seres y de nuestro legado como especie, y nuestra obligación fomentar y preservar la lengua y la literatura.

Estamos celebrando la Feria del Libro de Madrid, uno de los eventos culturales más impresionantes y esperanzadores, con éxito de afluencia, una vez más, que sobreviven. Sin embargo, cada vez más la Cultura empieza a ser un lugar común, una palabra vacía en los discursos vacíos de la mayoría de los dirigentes políticos. Estaría bien que, además de las buenas voluntades, de las buenas palabras, se tomase en serio las necesidades imperantes de los creadores, de las personas de la cultura y sus industrias.

Los retrasos en los pagos, cada vez más exiguos, de las colaboraciones, conferencias, instituciones, mientras se obliga a las personas de la cultura como autónomos más, ahora reconvertidos eufemísticamente en “Emprendedores”, que pueden retrasarse meses o incluso años, a pesar de las supuestas leyes que obligan a hacerlo con celeridad, como a los proveedores, la incomprensible persecución de Hacienda o la Seguridad Social a los creadores que se jubilan, embargándoseles las pensiones por cobrar sus legítimos derechos de autor, que según nuestra ley son inalienables, son sólo algunas de las pinceladas de los muchos problemas que el mundo de la cultura arrastra, sin que se tomen medidas serias, generales y de Estado.

Estaría bien que, además de las buenas voluntades, de las buenas palabras, se tomase en serio las necesidades imperantes

Leyes como la de Mecenazgo, acciones directas como la creación de un cuerpo funcionarial que vele por los derechos de autor, juzgados específicos para dirimir los muchos problemas que arrastran, con el desconocimiento mayoritario de la judicatura, cuando  no del prejuicio contra los creadores, no son más prorrogables, por muy incómodos que les resulten los intelectuales y los creadores al poder. De otra forma, seguiremos siendo animales en vía de extinción, como los tigres siberianos o el lince ibérico.

Carne de necrológica o de obituario, de los que todos, incluso los que en vida nos han despreciado o se han desinteresado, se suman a hacerse fotos de cuerpo presente o a hacer comentarios laudatorios una vez muertos.

Ya lo dijo Edgar Neville: “Si quieres que hablen bien de ti, muérete”. Yo no tengo intención de alegrarle el día a mis enemigos, pero es bastante descorazonador conocer las difíciles circunstancias vitales y económicas de muchos creadores, el último el malagueño David Delfín, un transgresor de la moda y el diseño, mientras ese mismo día una masa enfervorecida y aneuronal coreaba en la plaza de Cibeles a un grupo de muchachos que, con todos mis respetos para el deporte, en su gran mayoría ni siquiera cumplen con sus obligaciones tributarias, mientras multinacionales, fundaciones, instituciones y marcas se parten la cara por patrocinarlos, mimarlos y pagarles publicidades, y dejan morir de inanición y desánimo a las personas que se dejan la vida en dejar algo testimonial de lo más profundo de nuestra cultura.

Yo, que he rallado el optimismo crónico estoy cada vez más desanimado, por muchas pirotecnias verbales que oiga, sobre todo en campañas electorales. Pero, ¿de verdad hay alguien a quien le interese la cultura? Creo que la respuesta es evidente: No. A pesar de tanta pompa, que siempre es fúnebre, como sabía Óscar Wilde, salvo los cuatro tontos que nos empeñamos en seguir peleando a pulmón, por ella. 

Hay muchos indicadores que nos hacen pensar que nuestra civilización contemporánea está en un punto de colapso. La falta de criterio generalizado, de fundamentos culturales profundos, hacen necesaria, más que nunca, la labor nutricia y humanizadora de la lectura, de la cultura. Eso que nuestro Federico García Lorca, acabamos de celebrar su aniversario el 5 de junio,  explicitó diciendo:

Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan.