Le conocí en París, donde vivía exiliado. No recuerdo quién me lo presentó pero sé que fue a finales de 1973. Apenas nos cruzamos unas pocas palabras. Pocos meses después le reencontré en Lisboa, donde yo llegué pocos días después del triunfo, el 25 de abril de 1974, de la “revolución de los claveles”, aquel golpe de estado militar incruento que acabó con cerca de medio siglo de dictadura salazarista y de forma pacífica hizo que Portugal volviese a ser una nación democrática y libre.

En Lisboa Mário Soares era ya entonces una figura mítica, a pesar de su juventud. Con un muy largo historial antisalazarista que le había costado al menos una docena de detenciones por parte de la siniestra PIDE, la salvaje policía política de la dictadura, así como estancias en prisión, un destierro en la colonia africana de las islas de Santo Tomé y por fin el exilio, el líder socialista fue, desde un buen principio, uno de los más importantes protagonistas políticos del cambio radical que Portugal vivió en muy pocos meses.

En mis frecuentes y a menudo bastante largas estancias entre abril de 1974 y octubre de 1975 en Portugal –“tan cerca y tan lejos”, como rezaba un feliz slogan turístico de aquel tiempo-, traté a Mário Soares muchas veces. Llegué a él pocos días después de mi primera estancia en Lisboa, de la mano de dos periodistas del diario “República”, el director, Raúl Rego, y su redactor jefe, Álvaro Guerra, ambos socialistas. Rego fue nombrado ministro de Comunicación Social en el primer gobierno democrático provisional, en el que el propio Soares ocupó la cartera de Asuntos Exteriores, desde la que de inmediato ya puso en marcha el proceso de descolonización de las hasta entonces posesiones portuguesas en Mozambique, Angola, Cabo Verde, Santo Tomé y Príncipe, Guinea Bissau, Timor Oriental y Macao, no sin la oposición de algunos de los militares más izquierdistas que hubieran querido convertirse en líderes de un movimiento revolucionario de carácter tercermundista.

En mi primer reencuentro con él en Lisboa Soares ya me sorprendió al acordarse de mi y a facilitarme una relación personal con él en una época en que vivía al ritmo vertiginoso de una revolución política que a punto estuvo de derivar hacia una suerte de cesarismo personalista con Antonio de Spinola, y más tarde superó el riesgo de convertir de nuevo a Portugal en una dictadura, en aquel caso de izquierdas, bajo el influjo de otros militares como Vasco Gonçalves, Rosa Coutinho o Saraiva de Carvalho.

Mário Soares fue el elemento neutralizador esencial de ambos intentos de alteración de la “revolución de los claveles”. Contó siempre con él con militares inequívocamente democráticos y de izquierdas como Melo Antunes y Vasco Lourenço, a quienes traté con frecuencia durante aquel tiempo como “correo” entre su Movimento das Forças Armadas (MFA) y la española Unión Militar Democrática (UMD), en la que mis interlocutores eran Juli Busquets y Gabriel Cardona.

Uno de mis recuerdos más cálidos y emotivos de Mário Soares tuvo lugar la noche del 25 de abril de 1975, primer aniversario de la “revolución de los claveles” y fecha de las primeras elecciones democráticas celebradas en Portugal después del fin de la dictadura, con la clara victoria del Partido Socialista, con el propio Soares como líder indiscutido e indiscutible. Tras saludar a sus seguidores reunidos en la céntrica plaza de Rossio desde el balcón de un hotel convertido aquella noche en improvisada sede socialista, Soares contestó a las preguntas de los periodistas lusos, tomó un par de copas de champán y vino a brindar conmigo, “por el triunfo, también en España, de la libertad, la democracia y el socialismo democrático”.

Primer ministro en dos ocasiones, presidente de la República durante diez años, eurodiputado y artífice no solo de la descolonización sino también del ingreso de Portugal en la Unión Europea, con la muerte, a los 92 años de edad, de Mário Soares, desaparece el protagonista principal de la política portuguesa de las últimas cutro décadas. Nos queda el recuerdo del hombre culto, sabio, inteligente, luchador infatigable, republicano, laicista, enemigo implacable de toda clase de totalitarismos y tiranías, con una concepción fundamentalmente ética que le llevó, en sus últimos años de vida, a convertirse en uno más de los “indignados” frente al proceso de globalización utilizado como excusa para establecer inicuos nuevos sistemas de injusticia, poco menos que de esclavitud.