¿Recuerdan cuando algunos parlamentarios y otros cargos electos, por lo general pertenecientes a algunos grupos independentistas, tomaban posesión amparándose en la fórmula “por imperativo legal”? Aunque a algunos les sonase tal vez a expresión provocadora, que sin duda pretendía ser, aquella fórmula de promesa se ajustaba a la legalidad. Era un reconocimiento claro e inequívoco de la legalidad democrática existente en España desde la aprobación de la Constitución de 1978.

Tal vez a causa de la falta de una auténtica educación cívica y política democrática –de la que son responsables en mayor o menor medida todos los gobiernos españoles de estos últimos ya casi cuarenta años, aunque el PSOE intentó subsanarlo con aquella asignatura llamada Educación para la Ciudadanía, poco después eliminada por el PP-, pero lo cierto es que en España no existe aún una verdadera cultura democrática. En gran parte puede ser debido a la escasa tradición democrática de la sociedad española. Pero también tiene mucho que ver con el uso y abuso sistemático de fórmulas antidemocráticas o, como mínimo, predemocráticas.

Con frecuencia se critica al movimiento independentista catalán por su aparente menosprecio a la legalidad democrática vigente, que hoy por hoy no es ni puede ser otra que la emanada de la Constitución de 1978. La apología no ya de una desconexión no se sabe muy bien de qué ni para qué se ha pasado ahora al culto a la desobediencia. Ahí el secesionismo catalán coincide con destacados cargos institucionales del PP que alardean, incluso en público, de incumplir lo establecido en la ley de Memoria Histórica, por cuya razón algunos de ellos incluso han sido premiados por la ominosa Fundación Francisco Franco. Fundación esta, conviene recordarlo, cuya mera existencia es ya un incumplimiento flagrante de la citada ley de Memoria Histórica, aunque ello no parezca ser obstáculo para que reciba subvenciones públicas.

La desobediencia civil y pacífica, es decir la desobediencia practicada por ciudadanos individuales que en modo alguno recurren a la violencia, es algo perfectamente legítimo, aunque puede y suele ser ilegal y por ello a menudo tiene consecuencias legales. Las tuvo para Gandhi y para Martin Luther King, para Rosa Parks y para todos cuantos, a lo largo y ancho de la historia, desobedecieron la legalidad vigente para, por ejemplo, acabar con la esclavitud y la discriminación racial, para obtener el derecho al voto de las mujeres, para conseguir el reconocimiento de los derechos de homosexuales, lesbianas, bisexuales y transexuales, para que fuese reconocido el derecho a la objeción de conciencia…   

La generalización de la desobediencia civil y pacífica como práctica habitual podría comportar un colapso convivencial de características y consecuencias difícilmente calculables. ¿Qué ocurriría si todos y cada uno de nosotros desobedeciésemos parcial o totalmente la legalidad vigente? Sería sin duda ilegal pero al mismo tiempo sería legítimo, siempre que cada ciudadano desobediente y pacífico asumiese personalmente las consecuencias legales de sus actos. Lo que no es ni será nunca legítimo, y obviamente es del todo punto ilegal, es que algunas instituciones y administraciones públicas, ya sean estas nacionales, autonómicas, provinciales o municipales, practiquen la desobediencia. Su primer y principal deber, para mantener y preservar la convivencia social ordenada y pacífica, es precisamente el de cumplir y hacer cumplir la legalidad vigente. “Por imperativo legal”, claro.