En los últimos días, se han multiplicado las polémicas por el anunciado aumento del Salario Mínimo Interprofesional, fruto del acuerdo presupuestario entre el Gobierno y Podemos para el año 2019. A las voces que se han situado en contra de la medida se han opuesto los defensores de la misma, blandiendo ambos grupos argumentos basados en la evidencia, la autoridad e incluso –y lamentablemente- la más pura de las retóricas.

Que España debe encontrar la manera de incrementar sus salarios es de sobra conocido: la evolución de los mismos desde el inicio de la crisis ha sido negativa, y, en algunos sectores de la población activa –como las personas más jóvenes- se han constatado rebajas salariales muy notables. Hace unos días, Marcel Jansen y Florentino Felgueroso nos explicaban que una parte importante de la caída de salarios se debía a que los trabajadores que perdieron su empleo durante la crisis aceptaban trabajar por menores salarios cuando accedían a un nuevo trabajo. En su momento, Katz confirmó que la caída salarial de los más jóvenes fue de un 11% entre 2008 y 2015. Atendiendo no sólo al salario, sino también a otras características como el tiempo de trabajo, un joven que se incorporaba en el mercado de trabajo en 2015 cobraba anualmente un promedio de un 33% menos que en 2008.

El resultado de este proceso de depauperación salarial ha sido un incremento del porcentaje de trabajadores pobres, es decir, aquellos que, pese a tener trabajo, no consiguen salir de la pobreza. En España, el porcentaje de trabajadores pobres es el tercero más alto de la Unión Europea, sólo por detrás de Rumanía y Grecia. Podríamos añadir además que de cada diez personas con los salarios más bajos, siete son mujeres.

Mantener esta situación en un período de recuperación económica es uno de los factores que más han contribuido, junto con el desempleo, a incrementar la brecha de la desigualdad. Por lo que cualquier programa económico social o progresista debería poner encima de la mesa medidas específicas para mitigar esta situación. Las medidas podrían ser varias: establecer un sistema de rentas mínimas garantizadas, un mecanismo de impuesto negativo –que es, en realidad, un complemento de ingresos de los trabajadores pobres-, o subir el Salario Mínimo Interprofesional, siendo esta última la opción elegida por el actual gobierno, aunque no la preferida por algunos expertos.

La subida planteada no es menor: un 22% respecto de los niveles de 2018. Esta subida pondría nuestro SMI en línea con el de las principales economía de la Unión Europea, ya que, en estos momentos, nuestro SMI es particularmente bajo respecto de nuestro salario mediano, lejos de las recomendaciones de la Carta Social Europea. España tiene una productividad por hora trabajada que se sitúa en el 80% de la alemana, pero nuestro SMI está por debajo del 60% del SMI alemán. Lo mismo se podría señalar respecto de Francia, Países Bajos o incluso Portugal: el Salario Mínimo Interprofesional en España es desproporcionadamente bajo. 

Frente a estas razones, se han alzado voces que señalan que una subida del SMI tendría un impacto negativo en el nivel de contratación y, por lo tanto, la medida podría hacer más daño que beneficio. Aunque existe una importante controversia sobre los efectos de esta subida de salario mínimo, lo cierto es que la evidencia empírica no parece concluyente cuando se trata de determinar los efectos de  subidas moderadas o graduales. Buena parte de los estudios señalan efectos poco significativos o nulos. Otros estudios señalan efectos negativos en algunos sectores poblacionales, como las personas con menor cualificación o las personas más jóvenes.

A la luz de estas decenas de estudios sobre el incremento del SMI, lo relevante no es reconocer si el incremento tiene impacto o no en el empleo, sino identificar a partir de qué nivel de incremento este impacto es significativo. Porque no es lo mismo una subida del 5% que una del 35%. Y una subida del 22% es una subida bastante considerable, lo suficiente como para pensar que sí puede haber algún efecto. El Banco de España lo ha cuantificado en un 0,8% del empleo, lo cual significaría que en 2019, en vez de crearse un 2% de empleo, esta cifra se reduciría a un 1,2%.  Unas 150.000 personas se quedarían sin acceder a un empleo. Pero cerca de 2 millones tendrían un mayor salario. La AIReF, con un método de estimación diferente, ha planteado un efecto en el empleo de un 0,2%, unas 40.000 personas. Según esta institución, España vería el empleo incrementarse un 1,8%, frente al 2% inicialmente previsto. La AIReF señala, en cualquier caso, que existe un efecto global positivo sobre el conjunto de la economía, con una mayor participación de los salarios en la distribución de la renta, y un incremento del consumo y la demanda interna.

Estos escenarios, diseñados con mayor o menor acierto, son bastante plausibles: es bastante probable que una subida del 22% en un año (subida sin precedentes, y por lo tanto, sin evidencias ni a favor ni en contra) tenga algún efecto sobre los sectores de la población activa con menor cualificación y salarios. Es muy probable que durante 2019 se cree menos empleo del previsto para estos sectores de la población, por más que ese empleo que se cree sea de mayor calidad. Nuestro mercado de trabajo no es homogéneo y persisten numerosas desigualdades tanto en términos de cualificación, productividad, edad o territorios. La productividad por hora trabajada no es la misma en el País Vasco que en Murcia o Extremadura, como tampoco lo son los salarios. El salario promedio de las personas por debajo de los 24 años es sustancialmente menor que el de los mayores. Sin embargo, el salario mínimo es el mismo en todo el territorio y para todas las edades.

Negar categóricamente estos posibles efectos ni es responsable ni realista, como tampoco lo es atrincherarse en estos limitados efectos negativos para torpedear la subida. El aumento del SMI es una decisión más que razonable que puede tener un impacto económico positivo en una parte de los trabajadores y en el conjunto de la economía, pero que probablemente también tendrá un efecto negativo en determinados sectores menos protegidos. Se creará menos empleo pero de mayor calidad. Por lo que lo ideal sería complementar la subida del SMI con otras acciones de política económica que pudieran maximizar sus resultados positivos y mitigar sus resultados negativos. El anunciado plan de choque para el empleo juvenil es una buena medida, pero tendremos que ver cómos se ejecuta porque hasta el momento, España no ha brillado particularmente por su ejecución de las políticas activas de empleo destinadas a los jóvenes. Otras medidas, como las bonificaciones a la seguridad social a determinados colectivos, deberían ser estudiadas, aunque la evidencia demuestra que su impacto sobre la contratación es muy pequeño. La lucha contra la temporalidad injustificada o las horas extras no declaradas parece que está dando buenos resultados en los últimos años, pero los datos señalan que la precariedad sigue creciendo.

Nada es gratis en política económica, y cada decisión tiene un beneficio y un coste. El resultado neto es el que deberíamos tener en cuenta, pero atendiendo también a aquellos que pueden sufrir unas consecuencias negativas. Si el resultado neto de la subida del SMI es beneficioso –y parece que así es- deberíamos articular medidas para mitigar los riesgos de aquellos colectivos donde se pueden concentrar sus posibles efectos negativos. La medida sería, de esta manera, no una medida aislada, sino parte de un paquete de reactivación del empleo digno para aquellos que más sufrieron la crisis y que no han tenido la adecuada compensación durante la recuperación económica.