Los últimos días de Europa apestan. La jefa del continente, con el asentimiento de la burocracia bruselense, ha sellado un pacto con el régimen turco (una autocracia religiosa bien armada y violenta) por el que este país se convierte en frontera para todo aquel desesperado que huya de las guerras que violentan la antiquísima Mesopotamia. A cambio, le llenaremos los bolsillos de buenos euros, aligeramos su incorporación a la UE y, sobre todo, le dejaremos hacer lo que le pete en aquel territorio de frontera lindero del infierno. Con esta decisión Europa arroja a la “pira del exterminador” su principal valor: los derechos humanos.

Pero a Merkel y la amplia caterva de gobiernos que vinieron del este, así como a tanto cobarde que asiente, no le pitan los oídos. Los europeos no se irritan por esta canallada. Sólo protestan unos pocos periódicos y algunas organizaciones humanitarias. El ciudadano indignado se traga su berrinche como quien se toma un purgante. Tienen mayor recorrido escenas atroces como las que han pasado las televisiones sobre ese grupo perdulario de holandeses, hinchas del PSV Eindhoven, tirando céntimos en monedas a unas cuantas gitanas jóvenes del este que ellas recogían como los perros hambrientos harían con un trozo de pan.

El entendimiento de Bruselas con Ankara se inspira en el que mantiene nuestro país con Marruecos: patera que llega, patera que se devuelve “con toda su carga”

Para estos rubios centroeuropeos la escena parecía algo normal y divertida. ¿Y cómo nos sentimos todos los demás? El espectáculo medieval, con todo, no resulta ajeno ni lejano al menos a estos europeos que somos los españoles. Sin ir más lejos este periodista participó de niño en carreras ansiosas para coger alguna de las perras gordas que lanzaba el párroco don Juan desde la puerta de la sacristía el día de su santo.

Pero la mente humana es selectiva y olvida muchas peripecias que luego la literatura o el periodismo recuperan. Así, el entendimiento de Bruselas con Ankara se inspira en el que mantiene nuestro país con Marruecos desde hace años: patera que llega a nuestras playas desde sus costas, patera que se devuelve “con toda su carga”. El ministro que logró ese acuerdo con el país vecino, José Luis Corcuera, muy locuaz los últimos tiempos, está muy orgulloso de su proeza. ¿Y nosotros? No pocos españoles desearíamos ver qué suerte les depara a los deportados en Marruecos.

La cruel insensibilidad crece en nuestro pecho como una enredadera salvaje, pues de lo contrario no soportaríamos con la estolidez que mostramos la cacería que ultracatólicos y derechistas someten a la jovencísima concejala de Madrid, Rita Maestre. Esta chica siendo estudiante joven, rebelde y atrevida, irrumpió junto con otros, en una capilla católica para denunciar que un estado laico permitiera y pagara instalaciones de estas características en una universidad pública. Pero se quedó en sujetador y, sostiene la juez, que de sus “actos vejatorios y ofensivos se infiere una clara intención de ofender y menospreciar los sentimientos religiosos”.

Lo que escupe sobre ella la jauría católica no lo reproduciría la voz de un robot sin quebrarse. Pero una juez la ha condenado cuando el arzobispo de Madrid la disculpó y pidió que terminara el linchamiento. Rita Maestre tiene una lanzada en el costado que Dios sabe cuánto tardará en sanar. Dicen que la palabra piedad se cae del diccionario por desuso.