Recuerdo la primera vez que sentí la tentación de parar la moto en mitad de una carretera de montaña solo para admirar a un ciervo que pastaba tranquilo. ¿Te ha pasado? Ese impulso, tan humano, puede convertirse en un peligro mortal. Eso mismo le ocurrió a Omar Farang Zin, un motociclista italiano de 48 años que se detuvo en la famosa Transfagarasan para alimentar a un oso… y acabó convertido en su presa.
La Transfagarasan no es solo un asfalto que zigzaguea entre picos; es una montaña rusa natural que enamoró a Jeremy Clarkson y forma parte del “bucket list” de muchos moteros. Sus curvas pronunciadas y cambios de altura atraen tanto a amantes de la velocidad como a curiosos de la fauna salvaje.
¿Por qué alimentar a los osos es una receta para el desastre?
Aunque cueste creerlo, dar comida a un oso se ha vuelto casi una atracción turística en la zona. La superpoblación de plantígrados y la escasez de alimento natural los impulsan a acercarse a la carretera, donde muchos visitantes —pese a las multas y los letreros de advertencia— siguen ofreciéndoles restos de merienda. El resultado es un animal habituado al contacto humano y, por tanto, imprevisible. Basta un segundo de confianza para que lo salvaje recuerde su instinto.
Consecuencias que van más allá de una tragedia personal
La muerte de Zin no es un caso aislado: el aumento de encuentros peligrosos ha llevado al Gobierno rumano a duplicar el cupo anual de osos que pueden sacrificarse y, según se debate, incluso a retirarles su estatus de especie protegida. Una medida drástica que quizá no sería necesaria si nadie hubiera empezado a alimentarlos. Porque cuando la comida fácil desaparece, el oso vuelve al bosque; si la comida sigue llegando desde nuestras manos, el bosque se vacía… y las carreteras se llenan de peligro.
¿Cómo podemos evitar otro final así?
La respuesta es dolorosamente simple: no alimentes a los osos, ni hoy ni nunca. Si amas la naturaleza, admírala con respeto y distancia. Y recuerda el consejo que el Servicio de Parques Nacionales aplica a todo animal salvaje, incluido ese bicho de aspecto afelpado que se te cruza en la ruta: «No acaríes a las vacas peludas».
¿Hasta qué punto confías en tu instinto aventurero?
Personalmente, cada vez que siento la tentación de extender la mano, pienso en Zin y en su última selfie. ¿Vale una foto la vida de un motero, la seguridad de un viajero, la supervivencia de una especie? Quizá la próxima vez que pares tu moto frente a un oso, recuerdes que la naturaleza no es un plató ni un zoo sin rejas.
¿Te atreves a compartir tu experiencia? Deja tu comentario y hablemos sobre esa delgada línea entre la aventura y la imprudencia.