Dejar los antidepresivos puede traer años de sufrimiento, ansiedad y problemas neurológicos, según pacientes y expertos

Pacientes y psiquiatras alertan de que la retirada de medicamentos como Effexor o Lexapro puede desencadenar años de dolor, ansiedad y disfunción neurológica.

Phillipa Munari lo descubrió en carne propia: dejó los antidepresivos y, medio año después, aparecieron un dolor nervioso insoportable, agotamiento extremo y una ansiedad que la recluyó en casa. Vivía en New Brunswick, trabajaba en un centro de llamadas y apenas podía permanecer de pie. Acabó pasando veinte horas diarias en la cama durante dos años, aceptó volver a tomar Effexor para tramitar la incapacidad y, cuando intentó reducir la dosis a un ritmo todavía más lento, el pánico sustituyó al dolor. Tardó otros dos años en empezar a levantar cabeza.

No es un caso aislado. Decenas de miles de personas se agrupan hoy en foros y redes sociales buscando respuestas a síntomas que persisten mucho después de la última pastilla. Mareo, «descargas cerebrales», disfunción sexual, entumecimiento emocional o visión borrosa figuran entre las quejas más repetidas. Todos estos efectos constan en la literatura médica como signos de abstinencia a corto plazo, pero ahora se habla abiertamente de una abstinencia prolongada capaz de alargarse una media de ocho años, según el psiquiatra británico Mark Horowitz.

«Sentí que alguien apretó un interruptor»

Sven Huber, en el oeste de Alemania, comenzó a tratar una depresión en 2009. Tras cambiar al escitalopram, perdió la libido «de un día para otro» y notó entumecidos los genitales. Durante nueve años intentó cinco veces abandonar el fármaco sin éxito: el cosquilleo eléctrico en la cabeza, la ansiedad y los pensamientos suicidas siempre obligaban a retroceder.

Hace dieciocho meses logró la dosis cero. Hoy sigue sin emociones, con ardor en los pies y visión borrosa, pero sin la confusión mental que le acompañó tanto tiempo. «Solo quiero volver a sentirme humano», resume.

Una minoría… ¿desconocida?

El profesor Nassir Ghaemi, de la Universidad de Tufts, sostiene que los cuadros duraderos tras la retirada son poco frecuentes, si bien admite que no existen cifras fiables. Para Horowitz, en cambio, nadie abandona Effexor o Cymbalta sin pagar un peaje durante años, y casos graves aparecen incluso tras Prozac o Lexapro, considerados de menor riesgo.

Ambos coinciden en algo: la clave está en el tiempo de exposición. Cuanto más prolongado es el tratamiento, mayor parece ser la probabilidad de sufrir problemas severos al suspenderlo.

Falta de estudios y presión ciudadana

La investigación se queda corta. Los grandes ensayos clínicos que probaron la eficacia de los ISRS e IRSN apenas exploraron la abstinencia ni el uso a largo plazo, y los trabajos disponibles suelen limitarse a pacientes tratados durante pocos meses. Ante ese vacío, la iniciativa parte de los propios afectados: la PSSD Network ha reunido más de 200 000 dólares para financiar estudios en la Universidad de Milán, y colectivos como la Antidepressant Education Coalition animan a reportar efectos adversos a la FDA.

El movimiento ha llegado a las instituciones. La Asociación Americana de Psiquiatría revisa ahora la literatura sobre disfunción sexual pos-ISRS y otros trastornos posteriores a la retirada, aunque los especialistas temen que una simple revisión no baste. Horowitz reclama investigaciones públicas de seguimiento a largo plazo que midan la prevalencia real, los mecanismos implicados y, sobre todo, posibles tratamientos.

Reducción lenta y expectativas realistas

Mientras llegan esas respuestas, los expertos insisten en dos mensajes. Primero: nunca se debe abandonar un antidepresivo de forma brusca; reducir la dosis un diez por ciento cada mes, e incluso más despacio, puede marcar la diferencia. Segundo: los antidepresivos funcionan mejor en los seis primeros meses y no deberían administrarse por norma durante años o décadas, salvo indicaciones muy concretas como el trastorno obsesivo-compulsivo.

Munari y Huber lo saben bien. Después de años de lucha, ambos avanzan con cautela, conscientes de que la recuperación es posible pero lenta. Su historia y la de miles de personas obliga a la medicina a mirar más allá de la píldora y a escuchar a quienes, al dejarla, todavía esperan sentirse de nuevo ellos mismos.

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