Reproducción bajo cero: el pingüino emperador convierte su cuerpo en incubadora viviente

En la penumbra perpetua de junio y julio, a casi −50 °C y con vientos que parecen cuchillas, los pingüinos emperador (Aptenodytes forsteri) son los únicos que se atreven a criar. Deciden hacerlo en la estación más hostil porque la incubación dura cuatro meses y, si no empezaran ahora, los polluelos no romperían el cascarón justo cuando el mar se abre y los peces, calamares y camarones están al alcance. Para entender su hazaña basta con recordar un dato que resume la urgencia: si los adultos tuvieran que cruzar hasta 200 kilómetros de hielo sólido cada vez que alimentan a la prole, simplemente no llegarían a tiempo.

Una estrategia que desafía la lógica

Cuando el otoño cae sobre la Antártida, las hembras ponen un solo huevo y parten al océano para recuperar fuerzas. Su marcha puede prolongarse varias semanas; necesitan reponer la enorme energía invertida en la puesta. El nido queda entonces a cargo de los machos, que se agrupan en colonias de miles de ejemplares y forman un escudo viviente contra el frío y las ventiscas. «Son increíblemente resilientes. Es asombroso cómo consiguen sobrevivir y reproducirse», señala Philip Trathan, del British Antarctic Survey, al describir esta coreografía de resistencia colectiva.

El cuerpo como termo natural

La supervivencia del huevo depende de un dispositivo anatómico asombroso: la bolsa de cría, una solapa de piel desnuda en el abdomen. El macho alza el huevo con las patas, lo coloca sobre esa “esterilla” vascularizada y lo cubre con las plumas del vientre, creando una cámara térmica casi perfecta. El contacto directo con la piel mantiene la cáscara a la temperatura justa, y los vasos sanguíneos próximos actúan como radiadores de calor.

Dominic McCafferty, ecólogo de la Universidad de Glasgow, explica que esa zona desnuda está repleta de terminaciones nerviosas sensibles al frío. Así, el progenitor percibe cualquier descenso de temperatura y ajusta el plumaje para sellar mejor el refugio. Todo ello sería inútil si el adulto no conservara su propio calor: una armadura de plumas de varios centímetros, densa y entrelazada como fieltro, detiene el viento gélido y atrapa el aire caliente junto a la piel.

Equilibrio sobre un trípode de hielo

Queda un último problema: los pies. El hielo absorbe el calor de cualquier cosa que lo toque y amenaza con robar energía crítica. La respuesta del emperador es la postura de “mecedora”. El ave se impulsa ligeramente hacia atrás, descansa casi todo su peso sobre los talones y apoya la cola en el suelo, de modo que solo tres puntos mínimos tocan la superficie helada. Michelle LeRue, investigadora de la Universidad de Canterbury, lo resume con humor: «¡Tienen el aspecto de estar en una mecedora!». Esa posición, mantenida durante semanas, reduce al mínimo la pérdida de calor por conducción y mantiene a salvo el contenido del huevo.

El reloj biológico del hielo

La lógica de empezar la reproducción en las peores condiciones posibles se revela ahora evidente. Cuando los polluelos rompen el cascarón, la primavera ya desgarra la banquisa. Los viejos bloques se quiebran y se separan; el camino hasta el mar se acorta y el océano vuelve a llenarse de presas. Llegado ese momento, las hembras regresan cargadas de alimento mientras los machos, exhaustos tras meses de ayuno, se lanzan al agua por primera vez desde el otoño.

En esta danza cronometrada, cada individuo depende de la precisión del grupo y de sus propias adaptaciones fisiológicas. Un error de cálculo significaría eclosionar demasiado pronto o demasiado tarde y condenar a la camada. Pero, año tras año, los emperadores aciertan. Bajo la noche polar, entre ventiscas que congelarían a cualquier otra ave, han convertido su cuerpo en incubadora y el hielo en cuna. Su éxito demuestra que, incluso en los extremos más inhóspitos del planeta, la vida encuentra estrategias para persistir.

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