Un estudio con muestras de 1992 y 2006 confirma que los seis bóvidos abandonados en 1871 desarrollaron, lejos de enfermar, una combinación única de genes Jersey y cebú y una mutación asociada al enanismo insular.
La historia comienza en 1871, cuando el granjero francés Heurtin desembarcó en la inhóspita isla subantártica de Ámsterdam –4.440 kilómetros al sureste de Madagascar– con media docena de vacas procedentes de la isla de Reunión. Lo que pretendía ser una colonia agrícola se convirtió, pocos meses después, en un fracaso: los vientos extremos, el oleaje persistente y la ausencia de agua dulce forzaron la huida de la familia. Los animales quedaron atrás. Trece décadas más tarde, un equipo de investigadores ha analizado su ADN y ha descubierto que aquello que parecía una condena se transformó en un experimento evolutivo sin precedentes.
Un experimento involuntario
Durante generaciones, las vacas sobrevivieron a la intemperie, multiplicándose hasta alcanzar los 2.000 ejemplares. El aislamiento absoluto provocó una endogamia severa, un escenario que, en teoría, acumula mutaciones dañinas. Sin embargo, los científicos han observado el efecto contrario: el genoma muestra una “purga” de esas mutaciones, de modo que los animales no presentaban los trastornos biológicos típicos de la consanguinidad.
En términos prácticos, la selección natural actuó con tal intensidad que eliminó los alelos perjudiciales y preservó únicamente los compatibles con la vida en un entorno extremo.
El enigma genético
El perfil molecular de las muestras revela una firma curiosa: aproximadamente un 75 % de herencia Jersey y un 25 % de cebú del Índico. Todo apunta a que Heurtin había cruzado las dos poblaciones buscando animales rústicos, pero solo en la isla se desveló su verdadero potencial.
Entre los marcadores identificados, sobresale una mutación que los investigadores relacionan con el enanismo insular, un fenómeno evolutivo frecuente en archipiélagos aislados: los grandes mamíferos reducen su tamaño para optimizar recursos limitados. Lejos de ser una rareza anecdótica, este ajuste corporal les permitió soportar la escasez de pastos y la exposición constante al viento salino.
Un final precipitado
Paradójicamente, cuando la comunidad científica empezaba a valorar la singularidad de este rebaño feral, la historia quedó truncada en 2010. La isla de Ámsterdam fue declarada reserva natural y Patrimonio de la Humanidad, y las autoridades francesas optaron por erradicar a los bóvidos –junto a roedores y gatos– para proteger el arbusto endémico Phylica arborea y al albatros de Ámsterdam (Diomedea amsterdamensis).
Las vacas, convertidas ya en símbolo de adaptación, desaparecieron en cuestión de meses.
Una lección para la biología de la conservación
El caso de Ámsterdam ofrece un recordatorio incómodo: la gestión de ecosistemas insulares obliga a equilibrar la preservación de especies autóctonas con el valor científico de los linajes introducidos. Aunque sus últimos representantes fueron sacrificados, el estudio genético demuestra que seis vacas pudieron resistir donde cualquier manual ganadero lo habría considerado imposible.
Hoy, su legado sobrevive en los laboratorios y plantea nuevas preguntas sobre el poder de la selección natural, el papel de la endogamia y los límites, siempre difusos, entre conservación y eliminación de especies foráneas.