Apenas se supo que la muerte de Adolfo Suárez era cuestión de horas, la sociedad española convirtió al hombre en mito y recuperó su figura como paradigma del político que a todos les gustaría tener al timón de una nave que zozobra en las procelosas aguas de una crisis tanto económica como de valores. Tras el anuncio de la inminencia del desenlace, los españoles desempolvaron los recuerdos de Suárez, olvidaron cualquier actuación censurable en su pasado y pusieron de manifiesto el alto listón que el expresidente dejó tras de si, a años luz de la mediocridad de los políticos actuales tan incapaces de consensuar una salida a la crisis como de erradicar algo tan sencillo de resolver como la epidemia de corrupción que a casi todos salpica y entre todos encubren.

Comparar a los políticos actuales con Suárez, Carrillo, González, Fraga, Peces-Barba, Gabriel Cisneros y tantos otros, pone en evidencia el déficit de líderes que padecemos y la desconfianza que nos inspiran quienes ahora ofrecen una imagen de casta privilegiada y ajena a la realidad con el agravante de su presunta corrupción. Tal parece como si al consolidarse la democracia, la clase política se hubiera confiado y convertido en personajillos de talante despótico, mentiroso y prepotente que se expresan con eufemismos (mas coartadas que sinceras explicaciones) y promueven animadversión en los ciudadanos de quienes se ríen al justificar con falacias tanto errores como actos de ética reprobable que, por ser presuntos, quedan impunes hasta que prescriben.

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