Los comités de defensa de la república, CDR, están convirtiendo las playas de la Costa Brava en cementerios amarillos para denunciar la prisión preventiva de los dirigentes independentistas que el presidente de la Generalitat visitó en sus respectivas cárceles. Y el gobierno propuesto por Quim Torra sigue en el limbo del Diario Oficial de la Generalitat por contemplar el nombramiento de dos consejeros encarcelados y otros dos huidos a Bélgica a los que el gobierno Rajoy no considera apropiados.

Los políticos presos entorpecen cualquier intento de normalización de la vida política en Cataluña, serán un obstáculo para el diálogo real, son el principal argumento de movilización y la justificación de un gobierno autonómico de agitación, que no se puede formalizar por estar vigente el 155, aunque en realidad esto sea lo de menos, porque el objetivo es justamente situar la falta de libertad de estos dirigentes en el centro de atención. Ahora mismo son la piedra angular del conflicto (la secesión queda para más adelante) y su resolución no está al alcance de la política sino de la justicia, lo que complica la perspectiva. Además, el carácter emotivo de la reivindicación de su libertad ofrece un alto riesgo de encontronazos ciudadanos.   

Al margen de la provocación por la restitución de los cuatro consejeros que han reclamado su antiguo cargo, la composición del ejecutivo solo ha despertado interés por su falta de paridad, con tan solo tres consejeras frente a diez consejeros. El carácter provisional del ejecutivo, el desinterés manifiesto de ERC por aparecer como socio activo de la estrategia de Torra-Puigdemont, el silencio del PDeCAT y el alejamiento de la CUP de cualquier cosa que no sea la pura desobediencia conceden al nuevo gobierno catalán un escaso margen de maniobra.

A falta de predisposición a la desobediencia, según se ha acreditado hasta el momento, que en todo caso deberá comprobarse ante una eventual toma de posesión de un gobierno no oficial al haberse negado Rajoy a su validación, a la Generalitat independentista solo le queda seguir la estrategia  de la movilización amarilla declarada por los cdr y la ANC para desgastar la credibilidad democrática del Estado.

El campo de batalla del independentismo más radical es el espacio público, la ocupación de calles, plazas y ahora con la llegada del buen tiempo también las playas. Los lazos amarillos ya saltaron del ámbito privado al ámbito común hace semanas; las plantadas de cruces para convertir las playas catalanas en pequeños cementerios en alusión al de Omaha, en el que descansan los soldados americanos que cayeron en el desembarco de Normandía, abre las puertas a una controversia segura sobre los límites de la utilización de este símbolo universal en los espacios públicos.

La pasividad de los responsables municipales de la vía pública en los diferentes municipios afectados, la actuación de algunos grupos organizados o ciudadanos individuales que retiran lazos o tumban cruces han provocado pequeños incidentes entre partidarios y detractores que anuncian un verano caliente en materia simbólica.

El debate sobre de quién es la calle (y la playa) viene de lejos desde que Manuel Fraga pretendió que eran del ministro de la Gobernación, ahora, los cdr y la ANC la reclaman como suya en su campaña por la liberación de los políticos presos. La ofensiva se reactiva con fuerza tras el fracaso por convertir a su presidente legítimo en presidente de la Generalitat, siempre a la espera de que Europa, alguien de Europa, atienda sus aspiraciones.