Carles Puigdemont ha desoído a Artur Mas, a ERC y a su teórico partido, el PDeCAT, optando por proponer como candidato a la presidencia de la Generalitat a Quim Torra, más nacionalista que él, más republicano que él y tan enemigo de los partidos tradicionales como él. La continuidad del conflicto está pues asegurada. El autor del relato del 1714 es la persona adecuada para mantener un discurso provocador con el que mantener viva la promesa de un eventual retorno de Puigdemont para ocupar el despacho que reivindica como suyo.

Quim Torra fue el primero en apreciar las limitaciones de la queja económica, al estilo Padania, para enardecer al soberanismo; el España nos roba ofrecía, además, demasiadas reminiscencias de la insolidaridad propia de la Lega Norte. En su condición de director del Born Centre Cultural, el mausoleo de las piedras sagradas de la nación convirtió el lugar en un centro de peregrinación y en la fábrica de creación de un discurso destinado a dotar a los nuevos independentistas de un pasado épico, una recreación libre de la historia que permitiera generar la ilusión necesaria para combatir por el futuro contra el mismo estado que provocó entonces la desaparición oficial de Cataluña, según su apreciación.

El futuro presidente de la Generalitat es un hombre del 1714, aunque a él le gusta lucir como un noucentista, dispuesto a hacerse cargo de la presidencia en las condiciones impuestas por su predecesor en el cargo, sin ningún problema, al fin y al cabo, él mismo calificó no hace tanto al gobierno autonómico como una simple gestoría.  Torra dirigirá el gobierno “interior” de Cataluña, según la terminología utilizada por Puigdemont para asegurarse un papel “exterior” en este embrollo de republica virtual y autonomía despreciada.

El ex director del Born ha estado siempre ahí, en la sombra, a punto para ocupar interinamente cualquier responsabilidad fuere en Òmnium o en la ANC. Ahora es en la Generalitat por un período indeterminado. Nunca ha estado mucho tiempo en ninguna parte, tal vez porque su vocación es la de agitador intelectual del soberanismo, flagelando lo español por ser español y recriminado la tibieza de los independentistas republicanos que no tuvieron el valor de defender la secesión proclamada a su parecer en octubre. Su militancia política se reduce a un breve paso por el partido de Joan Carretero, el Reagrupament Independentista, de vida efímera y convulsa, y se ha mantenido a distancia tanto de CDC-PDeCAT (por sus pactos con el PP de antaño) como de ERC (por su pacto con el PSC, casi olvidado por todo el mundo).


Un presidente sin despacho presidencial


La elección de Torra, libre de toda carga judicial, cumple con el requisito imprescindible para formar un gobierno catalán que obligue a Rajoy a solicitar al Senado la retirada del 155. Esto debería ser así, automáticamente. Luego veremos si en alguna de sus decisiones, el nuevo presidente vulnera la legislación vigente lo que podría suponer una reedición de la intervención estatal de las instituciones catalanas.

De entrada, la mayoría independentista recupera el control del tiempo electoral, un control que perdió en el instante en el que el presidente del Parlament puso el reloj en marcha con la primera investidura frustrada de Puigdemont. La provisionalidad formalmente atribuida al nuevo presidente implica justamente la voluntad de administrar la convocatoria de nuevas elecciones para cuando crean más conveniente, bien sea coincidiendo con la vista oral del juicio contra los procesados, con la sentencia o con las municipales del próximo año. Más allá de la ilusión de la restauración de la presidencia legitimista, esta nueva convocatoria supondría la elección de su líder o lideresa para el futuro.

El plan es difícil de precisar ahora, cuando se acaba de producir una nueva improvisación, en todo caso, resulta evidente que una reedición del 155 les haría perder esta ventaja sobre la agenda. De ahí que lo más previsible para las próximas semanas es una exaltación retórica de la república virtual para compensar la decepción causada por la renuncia forzosa de Puigdemont, perfectamente detectable en la presidenta de la ANC, por ejemplo, pero sin llegar a tomar decisiones administrativas comprometedoras.