Carles Puigdemont le ha tomado apego a su personaje de líder mundial del independentismo catalán, presidente de una república virtual, y no va renunciar a nada que no le venga impuesto por la justicia española o alemana. No lo puede decir de forma más clara. Sus fieles viajaron a Berlín para tomar conciencia de su papel de secundarios, su jefe de filas no va a mover ficha hasta conocer el movimiento del juez Llarena, su auténtico interlocutor, previsto para esta semana. Solo le quedan dos opciones (elecciones o un gobierno intervenido por él) y ha propuesto una tercera, su proclamación telemática inviable, para salir del paso y presionar un poquito más a sus desquiciados socios republicanos.

La política actual del presidente de la Generalitat cesado es la propia del Lalaland, un país irreal, de soñadores sin tierra en la que pisar. No es una película que le chifle solo a él, la nueva ACN dirigida por Elisenda Paluzie aplaude a rabiar a cada número musical. En cambio su partido, el desnortado PDeCAT en el que asoman los primeros movimientos de rebelión contra la dirección; y sus socios, la desorientada ERC, cuyos dirigentes sospechan que sus bases son legitimistas de Puigdemont, se limitan a esperar un desenlace lo menos malo posible.

Puigdemont no escucha a nadie. Solo al Supremo y el tribunal va a hablar esta semana, se supone que para ratificar los autos de procesamiento de los dirigentes independentistas y para decretar la suspensión de los cargos de los encarcelados provisionalmente. Esta decisión obligará a los grupos parlamentarios afectados a mover la lista de diputados, entonces, ante el renovado acoso de la justicia española, el protagonista berlinés podrá tomar la decisión que le plazca.

Todo el independentismo tiene conciencia de que el legitimismo de Puigdemont no es un movimiento para crear un estado propio, a corto plazo. El diputado instalado en Berlín no va a ser el próximo presidente de la Generalitat ni con elecciones ni sin elecciones; el suyo es un plan a medio plazo cuyo éxito depende de su capacidad para levantar un alternativa al sistema político catalán sobre las cenizas del actual bipartidismo soberanista encarnado en el PDeCAT y ERC.

La política actual del presidente de la Generalitat cesado es la propia del Lalaland, un país irreal, de soñadores sin tierra en la que pisar

Tampoco tiene prisa. La condición de protagonista de su propio lalaland no le convierte en un ingenuo y sabe, como declaró hace unos días, que su futuro inmediato pasa por la cárcel o por vivir en el extranjero. Nada es eterno y quien sabe cómo pueden evolucionar las circunstancias políticas. Ahí está la esperanza. Por eso le da exactamente igual que vaya a formarse un gobierno en Cataluña o que vayan a repetirse las elecciones. Su plan de destrucción del actual mapa político no va a materializarse en ningún caso ni en un día ni en siete. Tal vez nunca; pero este es otro problema.  

Cualquier opción le pude ser rentable para su aspiración hegemónica. Si el Gobierno autonómico puede convertirse en una pieza para impulsar su plataforma política, tendrá sentido; si intuye que puede ser un instrumento de consolidación de los neoconvergentes y republicanos, la maniobra tiene poco interés para él, sería un dolor de cabeza. Unas elecciones siempre supondrán la prolongación de la excepcionalidad del 155, una magnífica tarjeta de presentación para su discurso; si las gana con su JxCat, tampoco va a ser presidente, pero debilitará un poco más, o mucho más, a los republicanos.

Al fin y al cabo, de todos sus sueños, éste, la victoria sobre ERC, es el único que puede hacerse realidad. Y si pierde las elecciones, y con él todo el independentismo, siempre le quedará el legitimismo como refugio para seguir denunciando como a usurpador a un gobierno constitucionalista, y sabrá encontrar un culpable del fracaso en la división interna creada por ERC y su rectificación de la unilateralidad.