La urgencia de formar un gobierno de la Generalitat sigue siendo un objetivo secundario para la mayoría independentista, mucho más interesada en explotar mediáticamente las aventuras y desventuras judiciales de Carles Puigdemont en beneficio de la internacionalización del Procés que en acabar con los males ocasionados por el 155 en el buen gobierno de Cataluña y en el prestigio de las instituciones catalanas. La ANC ha hecho saber el escaso atractivo que despierta la propuesta de investidura de Jordi Sánchez, el anterior presidente de esta organización, por no satisfacer exactamente las expectativas del independentismo legitimista.

Tampoco en el ámbito parlamentario existe demasiada confianza en esta maniobra al concederle simplemente un carácter dilatorio, un factor de movilización para la manifestación del próximo domingo convocada para exigir la libertad de los políticos presos, en su terminología, presos políticos. El primer intento de investir a Jordi Sánchez, hace un mes, se suspendió por la negativa del juez Llarena a conceder el permiso penitenciario al candidato para poder asistir a la sesión. En aquel momento, la mayoría renunció a celebrar un pleno sin la presencia del aspirante para evitar consecuencias judiciales.

En este segundo intento, nada hace prever que vayan más allá, a pesar de esgrimir la aceptación a trámite por el Comité de derechos Humanos de la ONU de la reclamación del mismo Sánchez y de Puigdemont como una supuesta resolución de medidas cautelares para obligar al Estado español a respetar los derechos políticos de los procesados. Esta argumentación, de no ser retórica, podría materializarse en un desafío al estado; no obstante, no parece ser la desobediencia la línea oficial de la nueva administración del Parlament. 

Sánchez es el candidato natural para suplir a Puigdemont, pero tiene dos problemas en su contra. El primero se llama Llarena, su interpretación de los efectos de las prisión provisional sobre los derechos del encarcelado y su escasa sensibilidad a los que digan los jueces alemanes sobre la violencia exigible para la existencia de rebelión o alta traición. De no haber rebelión, el candidato Sánchez debería estar en su casa pendiente de juicio y podría ir en Metro hasta el Parlament para ser proclamado presidente. Un presidente procesado.

El segundo es él mismo. Sánchez no reúne las características de un presidente provisional que es lo que busca JxC en realidad. Provisional no como consecuencia del peso del procesamiento, sino en el sentido de subalterno de Puigdemont que ocupa el Palau a la espera de la restauración del ex presidente. El legitimismo solo acepta la transitoriedad del elegido, justamente para no aceptar el entierro de dicho legitimismo, lo que sucedería con la existencia de un presidente real, legal y legítimo, con su gobierno en la plenitud estatutaria de sus competencias.

Esto es lo que reclama continuamente Oriol Junqueras desde la cárcel y Pere Aragonés desde la sede de ERC, sin demasiado éxito dada la fuerza política de las peripecias de Puigdemont y la fidelidad de la CUP y la ANC al ex presidente y a su república. Esta relación de fuerzas en el seno del independentismo hace pensar en la elección del presidente subalterno, tras la celebración de la manifestación del 15 de abril, un acto sin duda multitudinario de catarsis, previo a desvirtuar todavía más a la institución de la Generalitat, ya muy tocada por el 155. Paradójicamente, sólo el juez Llarena puede salvar a corto plazo el prestigio de la Generalitat, aunque para ello debería empezar a virar desde su relato cuestionado en Alemania por un tribunal y en España por centenares de juristas.