La sociedad catalana es una manojo de emociones contrapuestas desde el mes de septiembre en el que unos y otros han experimentado alternativamente la euforia, el temor y el desprecio. El encarcelamiento de los dirigentes procesados ha llevado la convulsión al cénit, convirtiendo al Parlament en un volcán de emotividad al límite de la explosión, enfrontándolo a la dificultad de gestionar la tensión de los sentimientos, mucho más delicada que la tensión política.

Nadie estaba preparado para asumir los diferentes episodios de conmoción soportados de forma acelerada en Cataluña y todo hace pensar que quedan algunos por vivir. Hubo desasosiego colectivo cuando media Cataluña se creyó a las puertas de la ruptura con España y hay indignación en la otra media por la respuesta judicial y las medidas cautelares aplicadas a los dirigentes independentistas. Los catalanes están dolidos pero por causas diferentes, todas reales, justificadas y graves para la convivencia y, lo que es peor, no se intuye la desaparición de sus efectos a corto plazo, más bien tienden a alimentarse por parte de sus políticos de referencia poco dispuestos por el momento a recuperar la frialdad en el análisis.

Las dos últimas sesiones del Parlament no han sido catárticas sino todo lo contrario. La mayoría independentista llevó a la cámara el dolor de los familiares de los presos preventivos para luego trasladar el malestar de la calle movilizada al hemiciclo. De esta manera, a las diferencias políticas ya conocidas e inamovibles entre los dos bandos, a las dificultades de hallar espacios de reencuentro para salir del agujero negro del 155, se incorporaron los factores de la empatía o la indiferencia respecto de los encarcelados. De tal manera, que la credibilidad política de las propuestas de los no independentistas depende para los independentistas de la expresión de afecto por los procesados y sus familiares.

Sin duda que los familiares y los procesados son merecedores de solidaridad y respeto; hubiera sido positivo que la oposición diera con una forma de expresarlo sin compromiso político, un ejercicio de delicadeza humana, a riesgo de ser acusados de hipócritas por los hiperventilados al instante. El Parlament en todo caso no está para esto sino para hacer una política que evite justamente estos desastres y estos abismos emotivos, lo que no implica forzosamente que los diputados y los gobernantes no deban ser conscientes de que sus decisiones y sus discursos pueden herir a los ciudadanos, sea en el mes de septiembre, en octubre o en marzo.

Los dos bloques se han combatido legítimamente a muerte (política) y tanta intransigencia tiene sus consecuencias. En la calle, en los pasillos del Parlament y en el pleno. Las relaciones humanas entre diputados han empeorado estos últimos meses, entre adversarios de bloque y entre compañeros de facción; ya no hay historias de amor ni amables corrillos en la cafetería. La aversión mutua y la desconfianza acechan; tanto que no fueron capaces de aprobar una resolución unánime contra la violencia. Los unos no lo hicieron por miedo a que pareciera que se daba la razón al relato tremendista de Llarena; los otros por temor a certificar la agresividad policial el 1-O; unos cuantos para no criminalizar a los comités de defensa de la república que amargan la vida a los conductores, y otros tantos por evitar la imagen de haberse alineado por uno de los bandos.   

Hacer política con el corazón compungido como ocurrió con diversos diputados en la última sesión parlamentaria no es lo mismo que humanizar la política, sobre todo si tanto dolor se pretende utilizar como chantaje emocional para deslegitimar las posiciones del adversario. No es la primera vez que ocurre, en otros momentos, fueron otros los diputados que utilizaron el sufrimiento causado a otros ciudadanos para exigir el abandono de un proyecto político.

El minuto de oro de esta tendencia lo consiguió Elsa Artadi que en su debut parlamentario exigió a los socialistas que pidieran perdón no se sabe bien si por las decisiones del juez Llarena, por la aplicación por parte del Senado del 155 o por la supuesta ilegitimidad de sus posiciones políticas contrarias al Procés. La reconciliación reclamada por diversas voces se confunde por los abanderados de los dos bloques como la adhesión de los desencaminados a sus propuesta.

La falta de temple exhibida en la última sesión por diferentes protagonistas, se suma, en el caso de la mayoría independentista, a la ausencia de líderes identificables que puedan entrar a reflexionar con libertad de movimientos y autoridad política sobre las propuestas de salida ofrecidas por socialistas y comunes. La improvisación y las dudas se les acumulan, mientras se centran en exteriorizar su indignación contra el Estado y contra quienes no les secundan en la victimización.