La comparecencia del presidente de la Generalitat despertó la expectación de medio mundo y reunió a sus fieles en el paseo de Lluís Companys esperando las palabras mágicas que no se llegaron a pronunciar. En su lugar una fórmula atípica, cauta, propia de un procés en el que se amaga y no se dan pasos definitivos pero que se resiste a morir. “Asumo el mandato del pueblo para que Cataluña se convierta en un estado independiente en forma de república”, afirmó Carles Puigdemont y acto seguido pidió al Parlament que suspendiera los efectos de esta frase para iniciar el diálogo con el Estado español. Se lo dijo al poco Miquel Iceta: no se puede suspender lo que no se ha aprobado.

Finalmente, se impuso la moderación exigida por numerosos actores políticos y económico y Puigdemont evitó toda referencia a “declaración de independencia”, para disgusto de la CUP que esperaban una proclamación de la República que no se dio. El presidente prefirió incumplir la propia ley del Referéndum antes que aparecer como el responsable de haber salido definitivamente del marco de la realidad. A pesar de asegurar que el referéndum de autodeterminación se había celebrado y ganado, pero no certificado por inexistencia de certificadores, renunció al desarrollo legal previsto y anulado por el Tribunal Constitucional.

La sesión empezó mal y con retraso por el malestar de los antisistema con la actitud contemporizadora del presidente de la Generalitat, se desarrolló sin la emotividad esperable de una sesión histórica y sin la solemnidad del hipotético evento. La frialdad de la jornada, la contradicción entre expectativas y palabras reales debió desconcertar a los convocados por las entidades independentistas para quienes escuchar a estas alturas que “Cataluña se ha ganado el derecho a ser un estado independiente” gracias al 1-O les debió saber a poco. El derecho, según el soberanismo, lo ha tenido siempre, ahora se esperaba su materialización.

Sin embargo, ésta no ha llegado todavía, para tranquilidad de los inquietos, de los angustiados y de los asustados que son muchos en Cataluña y a los que se refirió Puigdemont para justificar su actitud. Para no romper con la complejidad y la creatividad habitual del procés, lo que no fue dicho, ni votado, ni proclamado en el hemiciclo fue firmado posteriormente por los diputados de JxS y la CUP, para la posteridad y para mitigar la decepción de los más ilusionados.   

Formalmente, el tono empleado por el presidente para presentar su petición de un nuevo acto de fe se ajusta a las esperanzas de una mediación europea, a una implicación de la Unión Europea. “Europa ya se siente interpelada”, proclamó Puigdemont, aunque no hay noticia de ningún gesto relevante de ninguna autoridad comunitaria ni de ningún gobernante de las grandes naciones europeas, más bien todo lo contrario. En realidad, dado que no hay ninguna esperanza del diálogo con el Gobierno Rajoy, se trata de un nuevo movimiento táctico, para provocar un error del gobierno Rajoy, otro desmán de la policía o una aplicación precipitada de la legislación vigente sea cual sea el artículo constitucional elegido. La victimización como vía para alcanzar la solidaridad y la comprensión internacional del movimiento independentista tras comprobar la dificultad de conseguir apoyos institucionales de carácter internacional.

No quedó claro que pasará si nadie hace caso a la petición de mediación o negociación y pasa el tiempo. El presidente no propuso ninguna votación para proclamar un estado ni para suspender dicha creación, ni plazos para esta espera. Al fondo, asoman como solución de urgencia las elecciones, rechazadas hasta la fecha. Ahora solo queda esperar como interpretará el gobierno Rajoy la “vía catalana” de la virtualidad independiente o como se enfrenta a la “nueva etapa de lucha” que se avecina, según vaticinó la portavoz de la CUP, Anna Gabriel, visiblemente decepcionada por la prudencia de sus socios de JxS.