La megafonía, mejor dicho, la inexistencia de una megafonía apropiada, evitó que la gran mayoría de los manifestantes del pasado domingo se llevaran una buena decepción con ocasión de la lectura del manifiesto final. La contradicción entre los eslóganes de los participantes y el contenido del documento fue clamorosa. Allí donde la marea amarilla veía presos políticos, el manifiesto se limitó a denunciar la existencia de dirigentes políticos presos; donde los cientos de miles de convocados intuyen la república, el texto defendía el autogobierno y las competencias de la Generalitat y frente a la aclamación de Carles Puigdemont como presidente, los lectores del documento reclamaban la urgente elección de un presidente y la formación de un gobierno.

Los peajes de la transversalidad son evidentes, exigen formulaciones genéricas y huyen de las formulaciones más discutibles. Por no citarse, no se citó ni tan solo la famosa resolución de la ONU que, según el discurso habitual del presidente del Parlament, aplicaría medidas cautelares al estado por su vulneración de los derechos de los procesados en prisión preventiva. En su lugar, una frase más canónica: “la justicia debe respetar las resoluciones judiciales de los tribunales y organismos internacionales respecto de los derechos fundamentales civiles”.

La calle movilizada convierte cualquier concentración en una exhibición de fuerza del independentismo

Mientras los organizadores intentaron un encaje de bolillos para no desairar a los sindicatos de clase, CCOO y UGT, y a los Comunes que acudieron a la cita de la ANC y Òmnium, los participantes fueron a la suya, lógicamente. El objetivo oficial era exhibir el carácter transversal de la defensa de la democracia y los derechos políticos de los procesados por el juez Llarena. Para eso se creó el Espai Democràcia i Convivència, una especie de repetición del Pacte Nacional pel Referèndum, de base más amplia al estricto movimiento independentista, sin embargo, la calle movilizada convierte cualquier concentración en una exhibición de fuerza del independentismo.

Las dos docenas de senyeres situadas estratégicamente en las primeras filas, tras la pancarta, no fueron suficientes para compensar los miles de estelades traídas de casa por los manifestantes. Así, la imagen de transversalidad que hubiera debido fundamentar la presencia de la bandera de Cataluña quedó en nada, limitada al contenido del manifiesto. El amarillo de los lazos y camisetas, la imagen de la batalla contra el encarcelamiento de los dirigentes soberanistas, se impuso inequívocamente y sus consignas, también. El esfuerzo de los Comuns en sus intentos de subrayar la transversalidad de esta reivindicación siempre queda ahogada por la fuerza movilizadora de la ANC.   

A los Comuns les pasa lo que le sucedió al PSC en la última manifestación catalanista a la que acudieron, en 2010

En aquella ocasión, el propio presidente de la Generalitat, Josep Montilla, presidió una pancarta que decía “Som una nació. Nosaltres decidim”. En aquellos días, los socialistas catalanes militaban en la idea de la libre decisión de los catalanes para aprobar en referéndum su estatuto que acaba de ser vapuleado por el Tribunal Constitucional. Aquella convocatoria se convirtió para su sorpresa en la primera gran manifestación de carácter independentista y no precisamente de forma espontánea. El PSC no ha vuelto, a pesar de que la literalidad del manifiesto no le incomodaría en exceso, salvo tal vez la referencia al 155. De todas maneras, les sigue pasando lo mismo con las convocatorias unionistas a las que acude con Ciudadanos y PP, que siempre acaban revolviéndose contra sus intereses.