A buen seguro que llegará un día, que espero y deseo que sea más pronto que tarde, que historiadores solventes llevarán a cabo un balance de todo cuanto llevamos vivido en Cataluña estos últimos años. El suyo no podrá ser, por mucho que se esfuercen en conseguirlo, un balance ni tan solo mínimamente positivo. En particular durante el último quinquenio, es decir entre los comicios autonómicos del 25 de noviembre 2012 hasta las recientes elecciones del pasado 21 de diciembre, toda la vida política catalana se ha convertido en un disparate ininterrumpido, sin ton ni son, sin orden ni concierto, con una escalada de despropósitos que ni los narradores más fantasiosos hubiesen podido llegar a imaginar.

Con cuatro elecciones autonómicas celebradas en solo siete años, sin agotar en ningún caso el periodo propia de una legislatura, la política catalana, y con ella obvia y obligadamente el conjunto de la ciudadanía catalana, ha vivido y sigue viviendo todavía montada en un proceso independentista cuyos resultados a la vista están: de una supuesta preindependencia, con la nonata proclamación de la República Catalana, pasamos a la preautonomía actual, a la espera de que deje de ser vigente la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña a partir del mismo momento de la toma de posesión del nuevo Gobierno de la Generalitat.

No obstante, por ahora ni tan siquiera esto parece seguro porque parece que ni tan solo está garantizada la misma constitución del nuevo Parlamento catalán si, como sostienen algunos, todos los diputados secesionistas boicotean dicha constitución al negarse a asistir a la misma, que requiere la presencia física en el hemiciclo del parque de la Ciutadella de la mayoría absoluta de los diputados electos. Incluso descartando tamaño despropósito, parece muy difícil, al menos hoy por hoy, que los 70 diputados que configuran la nueva mayoría absoluta independentista, es decir los electos de JXCat, ERC y CUP, sean realmente capaces de proceder a la elección reglamentaria de quien debe ocupar la Presidencia de la Generalitat, trámite previo imprescindible para la constitución del nuevo gobierno. Aún más, tampoco está claro que se pueda llegar a un pacto para la elección de la Mesa del Parlamento, sin cuya constitución éste no puede entrar plenamente en funciones.

La ciudadanía catalana ha vivido y sufrido estos años las consecuencias sociales muy graves de la crisis económica, pero sobre todo ha vivido y sufrido un gravísimo deterioro convivencial, política, social e institucional, con una gran división interna entre dos mitades confrontadas y enfrentadas no por defender opciones ideológicas o políticas sino por sus sentimientos de identidad, con cicatrices que me temo mucho que tardarán años, tal vez incluso decenios, en llegar a cicatrizar.

Son ya muchos, sin lugar a duda demasiados, los años perdidos en esta sinrazón. Pero no parece que haya capacidad alguna de rectificación por ninguna de las partes confrontadas. Las pocas voces que defienden y promueven el diálogo parecen predicarlo y clamarlo en el desierto, mientras de un lado y otro el griterío es ensordecedor. La cronificación de esta grave crisis puede acabar teniendo consecuencias todavía peores.

Alguien podrá decir que el mío es un artículo propio de un profeta de calamidades. Me gustaría mucho equivocarme. Yo sí estoy dispuesto a llevar a cabo mi propia y personal rectificación. Pero mucho me temo que no lo podré hacer, al menos a corto e incluso a medio plazo.