Lo reconozco, soy un elitista y no suelo disfrutar tanto cuando lo indica el calendario, prefiero hacerlo siempre que tengo ocasión. Los momentos más felices de mi vida y que recuerdo  han sido muchos, he tenido mucha más suerte que Abderramán III que confesaba al final de sus días: “Fui feliz catorce días, no seguidos” y yo no recuerdo especialmente ninguna navidad, ni fin de año, ni reyes entre mis días felices, seguramente porque para mí no tenían nada de especial y probablemente porque se generaban tantas expectativas que siempre al final me resultaban decepcionantes.

Recuerdo  la felicidad de mi primer cumpleaños, era el martes 27 de mayo de 1952 y vivíamos en Ronda, donde mi padre era comandante de Artillería. Conservo una foto, que ahora no encuentro, en la que estoy visiblemente feliz con mi amigo el jardinero de la Alameda y yo sujetando la boquilla de la manguera, me regaló también un cartucho de papel con galletas maría que me encantaban. Si alguien duda de que tenga un recuerdo tan temprano y que más que un recuerdo mío es que me lo contaron después a la vista de la foto, tengo la prueba de que recuerdo perfectamente esa época en Ronda, pues cuando nos fuimos tenía 14 meses y cuando volví en 1978 al pasar por una calle del barrio viejo tuve la sensación de que reconocía mi casa, le hice una foto y mi madre me confirmó que efectivamente lo era.

El segundo recuerdo feliz es de cuando tenía 3 años. Todavía no iba al colegio y mi padre me llevaba al Burcio, una finca que tenía arrendada a unos 1.500 metros de la estación de Hornachuelos. Como no tenía automóvil, ni moto, íbamos en el tren correo Madrid- Cadiz que salía al atardecer de la estación de Córdoba, con retrasos habituales de unas dos horas, luego tardaba casi dos horas en hacer los 40 kilómetros pues se detenía en cuatro estaciones y algún apeadero para entregar y recoger correo y por eso esa noche debimos llegar muy tarde pues me dormí en el tren y luego mi padre me llevó sobre sus hombros hasta el cortijo en medio de un  silencio sobrecogedor. Aunque cuando llegamos ya era después de medianoche cenamos conejo con tomate y patatas fritas que nos había preparado Mártires, la mujer de José el encargado, luego  para remate dormí con mi padre en la cama de matrimonio, mi último recuerdo de ese día feliz fue que mi padre se durmió antes que yo y roncaba como sólo él era capaz de hacer.

Por eso no entiendo la obsesión de ser felices  a la fuerza o de que para ser feliz en Navidad haya que celebrar una fiesta y cuanto más numerosa mejor. Mi familión  ha sido muy de grandes reuniones navideñas alrededor de mi madre  hasta que esta falleció el año pasado. Ella costeaba el alojamiento y manutención de todos, más de 40, en algún hotel rural cercano a Córdoba durante casi  tres días y sin duda ha sido un elemento de cohesión familiar fundamental, además de que lo pasábamos divinamente poniéndonos al día y conociendo un poco mejor a los sobrinos y sobrinietos más alejados. Esta costumbre que considero muy necesaria a medida que las familias son cada vez más pequeñas y abundan las solterías, tratábamos de mantenerla este año hasta que la maldita pandemia nos lo ha puesto muy difícil; pese a ello, de forma reducida y cumpliendo la normativa algo hará mi familia estas fiestas.

Lola, mi mujer, y yo hemos decidido este año ser muy prudentes y no asistir a ninguna reunión familiar navideña y permanecer en la Antilla, que es una entidad playera del municipio de Lepe que en verano tiene muchos veraneantes pero que ahora está prácticamente vacío y en su playa de más de 20 kilómetros no tienes más de una docena de personas a la vista, ideal para estar confinado y pasear tranquilo por lugares donde no hay nadie. Sé que a mis nietos no les hace gracia, pero estoy seguro que lo entienden y así se lo explicamos el pasado fin de semana que con motivo de ir al médico  especialista y a sacarme una muela, celebramos una pequeña reunión familiar al aire libre porque hacía un sol estupendo que permitía mantener una distancia razonable. Y mis hijos saben que con la edad que tenemos es lo más prudente.

Lola y yo somos biólogos y ella sobre todo sabe de inmunología y está claro que la COVID-19 está producida por un virus muy peligroso y las vacunas que vienen son muy esperanzadoras pero falta tiempo, bastantes meses, para disponer de ellas en número suficiente para testarlas en todos los segmentos de población y garantizar una inmunidad significativa. No es que desconfiemos de las vacunas, es que sabemos qué son las vacunas y para qué sirven. Somos fervientes creyentes en la ciencia y en la capacidad de encontrar la solución a esta enfermedad, pero todavía estamos lejos de alcanzar la inmunidad colectiva que se necesita, por eso seguimos las instrucciones de las autoridades sanitarias, en nuestro caso de la Junta de Andalucía, porque no hay una solución individual a una pandemia.

Me sorprende mucho que a raíz de las recomendaciones dadas por las autoridades tratando de limitar las desplazamientos y las reuniones en sitios cerrados, pareciera que es posible y razonable celebrar estas navidades con aglomeraciones y derroches como siempre, como si el virus no fuera a infectarnos porque seamos menos de 10 en las reuniones, cuando el sentido de lo recomendado es que no nos juntemos no convivientes, si no es necesario o imprescindible y claro que juntarse en navidad no es nada de eso. No hay ninguna medida más segura de prevención que no reunirse con nadie no conviviente hasta que todos estén vacunados y todo lo demás son aventuras con riesgo. Ya sé que vivir es arriesgado y que para contagiarse basta solo estar cerca de alguien infectado y eso puede suceder simplemente yendo a comprar al supermercado o cruzándose con alguien, pero juntarse con parientes que viven en distintos lugares en recintos cerrados durante horas sin necesidad me parece arriesgado, porque actuando así, te puedes contagiar  de una enfermedad que de momento no tiene cura, pudiendo evitarlo.

Entiendo perfectamente a quienes tienen necesidad de ese contacto humano personal en estas fechas señaladas en el calendario, pero no es mi caso. Mis lazos familiares no van a deteriorarse porque no me reúna este año con ellos y desde luego mis hijos, mis nietos y los amigos que a veces nos han acompañado en nochebuena, navidad o fin de año vamos a seguir teniéndonos el mismo afecto, porque los lazos son permanentes y estamos manteniendo el contacto durante todo este tiempo gracias a las comunicaciones digitales.

Así que, amigos, celebremos la Navidad en los grupos de convivencia en los que estamos y dejemos las efusiones colectivas para cuando sean posibles. Vivir es lo importante.

(*) Juan María Casado es profesor jubilado de la Universidad de Córdoba.