Ya hablé hace tres domingos de la juntura celestial del mes de agosto con el Parque Nacional de Sierra Nevada y de este con las Alpujarras y Lanjarón, y me quedé corto porque hablar (y escribir) sobre la añadidura de la miel a las hojuelas es referir lo que se muestra como pintiparado por venir perfectísimamente atribuido lo uno de lo otro. No es casualidad que, con tener cada estación su momento turístico álgido, cada una de ellas atraiga diferente calidad y cantidad de visitas y de visitantes, pero tampoco cabe duda de que el mes de agosto concite la mayoría de la posibilidades placenteras de ocio y asueto y dispare las cifras de diversión y multiplique su demanda pues la gente va a lo seguro y acaba consumiendo lo que le ofrece mayor garantía. Y en definitiva, cómo va a ser igual enfrentarnos al atranque institucional vigente si lo soportamos hincados en el asfalto capitalino que si lo vemos venir desde la divinidad medioambiental de la cara sur de Sierra Nevada, allí donde su cruzan los caminos de los cuatro puntos cardinales y donde nace la rosa de los vientos, flor de lavanda de los peñascales que iluminan las dulzuras del amor, los fulgores de la amistad y los clamores de la creatividad poética. Cómo va ser lo mismo andar perdidos por entre urbanidad ardiente del asfalto que ejercitarse en la capitalidad del paraíso terrenal y celestial que equidista entre lo humano y lo divino. Por eso, no hay lugar en el mundo donde agosto se haga mejor el harakiri y pierda su vida con tanta fortaleza y alegría por saber entregarnos el oro pre-otoñal como señal de vendimia alpujarreña en cuyos lagares septiembre oficia de tabernero abencerraje que consigue mezclar en hidromiel autóctona la sangre derramada del Barranco y el agua recogida en los secretos y surgentes manantiales. Agosto y Lanjarón, penúltimo ensamblaje de frutos estivales con la sal prematura del otoño en senderos alfombrados de higueras y castaños. Cadencia hídrica de cielos nocturnos luminosos deshilachados en destellos brillantes que tiemblan de alegrías oscuras, planetarias, galácticas que oscurecen la risa y el trote atolondrado de Rajoy -¡Zaspatrones!- tan gallega y tan ruin la una, tan premonitorio el otro de que todo es infinitamente empeorable, según reza esa ley que los franceses llaman del maximum enmerdement, según la que la tostada, al caer, siempre lo hace por la cara untada con la mantequilla y además siempre exhibe, sin saberse de dónde ni por qué, un pelo ostensible que adornan el trote descordinado y cansino del todavía presidente en funciones. Pues ni por esas conseguirás con ese paso sincopado y deforme, oh Mariano tacaño, arruinarme el espectáculo de tanto agosto divino, ay, y de tanto Lanjarón en dulce sazón acogedora cuya dádiva hídrica y medioambiental se supera con creces anualmente en el Balneario: mens sana in corpore sano.