Consultar a la militancia unas semanas después de la tercera cita electoral en lo que llevamos de 2019 puede ser interpretado como una burla al sistema democrático, y puede que lo sea sin más. Parece que los partidos no se fían de sus propios votantes y recurren a sus más fieles para ir a una negociación en la que el muro de las líneas rojas no deja ver el más mínimo horizonte.

El relato de buena parte de la clase política elegida ha puesto el foco en la voluntad de la mayoría de la población en el logro de consensos multipartidistas --liquidado ya el bipartidismo-- y en el diálogo como fórmula para resolver los conflictos políticos, pero a la hora de la verdad se olvidan de sus promesas y buenos propósitos y caen en la imposición de todo tipo de condiciones previas para sentarse a negociar.

En este contexto, parece que el optimismo se evapora y olvidada la virtud de la paciencia, los malos modos de los impacientes, de los intransigentes, de los intolerantes, de los integristas, de los extremistas de uno y otro lado se apoderan de la conversación colectiva hasta hacerla casi imposible.

ERC, que en su denominación incluye una triple obediencia: a la izquierda, a la república y a Cataluña, se olvida de las dos primeras y solo le hace caso a la territorial para plantear un pulso donde confunde al partido más votado con el Gobierno y con el Estado. En la empanada mental en la que estamos inmersos ya no se habla de reforma de la Constitución, ni de someter a consulta la forma de estado, sólo de conceptos o términos simplistas fabricados con el pensamiento puesto en las redes sociales.

Como nadie escucha y nadie cierra el pico en las redes, el ruido aumenta hasta lo insoportable y la crispación se desata y lo invade todo. La polarización de las sociedades como fenómeno planetario se nutre de este cansancio mental que agota nuestra capacidad de empatizar con el prójimo y confiar en la humanidad.