Fue así: llamé a mi confesor espiritual, intelectual de guardia, colega de barras de madrugada y todo eso y le dije, oye, estoy sufriendo alucinaciones; miro la foto de Sánchez, sereno, complaciente, se ve que feliz, la vuelvo a mirar y me restriego los ojos porque el que se aparece es Adolfo Suárez. Ese porte natural, esa sensación de aplomo, ese guapo que lo sabe era de Suárez. Del Suárez que roturó Javier Cercas: chulo, ambicioso y con suerte.

Y con una intuición salvaje para la política, para elegir las palabras y tomar las decisiones que conectaban con la gente. Un político provinciano ambicioso que se enamoró de su personaje y a partir de ahí se transformó en un líder, líder del corazón de las mujeres y de las cabezas de los hombres. Se acostó falangista y se levantó demócrata de toda la vida. El milagro de Suárez no fue su conversión sino la de millones de españoles que imitaron ciegamente a la suya. Aquella vecina de la escalera izquierda que lloraba desconsolada la muerte de Franco y a los dos meses enseñaba ufana su carné de la ugt. Sin ira Libertad y (esto me fascinaba) si no la hay mañana la habrá.

Miras a Suárez y ves a Sánchez, a Sánchez presidente de un país perplejo tras una moción de censura que en cuyo éxito no creía ni su propio promotor y se te viene Suárez emergiendo de la nada frente al franquismo sociológico que se había inventado Fraga para perpetuarse. Miras a Suárez y ves a Sánchez inventarse un nuevo tiempo que no estaba en ninguna agenda oficial; por arrojo, por determinación, por temerario, por intuir que los demás tomarían partido por el menos despreciable de sus adversarios a cambio de nada.

Miras a Sánchez y ves a Suárez con aquel embrollo de país entre las manos, la derecha extrema nunca odió tanto a alguien, la izquierda perdida en el laberinto de sus complejos ideológicos le llamaba tahúr (dícese Guerra). Miras a Suárez y ves a Sánchez galopando sobre el volcán independentista y acosado desde el minuto uno por el gamberrismo institucional del fanatismo españolista de nuevo entre nosotros (resucitará ETA, ya digo), el gamberro del sobrado Rajoy que cambió el parlamento por un restaurante; el matonismo de Hernando, cuando a los pijos se les ven los genes de la ideología.

Dices Suárez: “Puedo prometer y prometo”; “hay momentos en la vida de un hombre” y dices Sánchez “No es no”, “somos la izquierda” y te acabas convenciendo de que estas perogrulladas repetidas muchas veces con la consiguiente entonación romántica de un visionario acaban por hacerse un hueco importante en los libros de historia.

Miras a Suárez enfrentado a su destino en la transición sin vuelta atrás, todo o nada, triunfar o perder,  aquel  “mindundi” entre las castas del verdadero poder. Recuerdas a Suárez y ves a Sánchez delante de los caminos que irremediablemente se bifurcan. O estamos delante de una de las operaciones más estrambóticas y desastrosas desde la transición o de uno de esos momentos en los que la magia de la política usurpa al destino su papel y aparece un visionario con arrojo, un tipo con suerte que ni siquiera Sánchez sabía que llevaba dentro.

Eso no eres capaz de decírmelo con un güisqui y dos hielos en el bar de siempre, me dijo mi director espiritual. Le respondí que sí. Y era viernes y como si de pronto el tiempo se acelerara otra vez y se volviera irresistiblemente impredecible.