Cuando (por fin) le tocó a Jesús Gil, repito, Jesús Gil, que había convertido la política local en un estercolero, llovieron plañideras y quebrantos y hube de revolverme en los papeles contra aquella santificación de uno de los personajes más execrables que conocí. Así que me puse al ordenador, di un introito de pésame a la familia y me dediqué minuciosamente a repasar todas sus tropelías. Casi se agota el disco duro.

No seas tan  moralista, amore, me dijo con guasa mi altocargo, que los halagos son conjuros de mentira para que el muerto no vuelva más. Pero a mí me reventaba que la muerte fuera el detergente con el que blanquear la biografía de un bandido de la política, de un tipo asquerosamente rico (nunca como ahora, un adverbio y un adjetivo caminaron juntos con tanto tino).

Hace la muerte que mediocres escritores se conviertan en dioses de la literatura, que artistas de la nadería adquieran la eternidad o que la derechona agria y facha de este país haya entrado en trance adulador hacia el rico cadáver de Alfredo Pérez Rubalcaba, por ver si con ese trance se acelera el viaje al centro, antes de que en la noche del mayo 26 se despeñen de nuevo.

Podría resultar inelegante que en estas horas de cuerpo presente y lejos de sumarme al paroxismo de la despedida unánime en elogios y ringorrangos me dedique a recordar las infinitas ocasiones en las que Rubalcaba fuera insultado, vejado, calumniado por una derecha que le odió con frenesí aterrador, convirtiéndole durante años y años en un malvado personaje que se movía en la política por las cloacas.

La misma derecha que estuvo contra el divorcio y luego se divorció a espuertas; que estuvo contra el aborto mientras sus niñas salían corriendo a abortar a Londres porque se lo podían pagar y todavía amaga con el mantra del derecho a la vida (o ya más bien no, porque eso no es de centro); que estuvo contra la Constitución y se abstuvo en el referéndum y ahora son fervorosos constitucionalistas, la misma derecha que cargaba de odio contra Rubalcaba las baterías de su brunete mediática, los mismos disparatados jinetes que cabalgaban a lomos del desprecio a Rubalcaba, los mismos, ponderan con  inmoderado afán en estas horas el perfil de hombre de Estado y esas gaitas.

Así que, siguiendo por la senda de la inelegancia, puntearé las dos “cosas” de  Alfredo que hicieron convulsionar a las derechas: 1) ser el primero en decir que Aznar había mentido con la autoría del 11-M y activar la rebelión de millones de ciudadanos contra aquella terrible mentira institucional; 2) ser uno de los culpables directos del final del terrorismo etarra, y con ello del fin del discurso de la manipulación de las víctimas para usos electorales.

Una entiende mal este pronto de civismo de los radicales inciviles que siempre lo fueron y hubiera preferido como sincero homenaje un largo y muy sonoro silencio, más acorde con la verdad y con la vergüenza. Pero ya que parece que eso es imposible y que a la sazón Alfredo fue siempre un estadista, un político entrañable admirado por sus rivales, usaré una frase del propio difunto como obituario profético: los españoles enterramos muy bien.