Del dilema que los jueces de Eichmann tenían ante sí: verlo como un monstruo depravado, o tomarlo como un mentiroso compulsivo y un fanático que odiaba a los judíos, optaron por la segunda opción. Pero Hannah Arendt escogió una tercera posibilidad. Al observar a Eichmann, oír sus argumentaciones, presenciar sus reacciones, concluyó que lo que tenía delante no era un ser antológicamente corrompido, ni una personalidad satánica, sino vulgar (“que no era un Yago ni era un Macbeth”) más bien un hombrecillo que había cometido crímenes horribles, gracias a una especie de estupidez moral, que procedía de una absoluta falta de juicio: “Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión – que en modo alguno podemos equiparar con la estupidez – fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo”. Añadía Arendt que la personalidad del condenado permitía extraer una lección: “tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión, pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana.”.

Esta era la base de la famosa tesis sobre “la banalidad del mal”, entendida, pues, como incapacidad de un sujeto para juzgar, para darse cuenta de lo que se hacía. Para Arendt era “un hecho” incontestable que permitía comprender la personalidad de un hombre, acusado de ser responsable de la deportación de millones de judíos a los campos de la muerte, a sabiendas que el objetivo final del transporte y el destino que aguardaba a los viajeros, era precisamente la muerte. Pero en ningún momento, convirtió la hipótesis sobre la “banalidad” que afectaba al carácter moral de Eichmann, en causa o explicación de las “matanzas administrativas”.

Si la pregunta era ¿Eichmann representa el arquetipo de un alemán medio, que decidió colaborar con las órdenes y disposiciones de un Estado criminal? La respuesta bien podría ser: “Y esa sociedad alemana de ochenta millones de personas, había sido resguardada de la realidad y de las pruebas de los hechos, exactamente por los mismos medios, el mismo autoengaño, mentiras y estupidez, que impregnaba ahora la mentalidad de Eichmann”. El autoengaño se había convertido “en un requisito moral para sobrevivir…”. “La conciencia en tanto cual, se había perdido en Alemania”.

La crónica que redactó Hannah Arendt sobre el juicio  de Eichmann, dejando aparte las consecuencias biográficas, no siempre agradables, tiene una importancia notable en el desarrollo de su obra porque, en cierto modo, le dio un giro o, al menos, una dimensión inesperada. Arendt cambió sus conclusiones acerca del problema del mal, después de conocer en persona a Eichmann, En medio de las polémicas que siguieron a la publicación del reportaje, redactó unas notas autocríticas, observando que si la raíz del mal desencadenado por el nazismo era banal, no podía ser, al mismo tiempo, radical en el sentido kantiano: “la frase ‘la banalidad del mal’ contradice la frase que empleé en el libro sobre totalitarismo: “el mal radical”. El tema es difícil, le comentó a McCarthy. Pero se reafirmó en que la falta de juicio y no una desviación de la naturaleza humana, explicaba mejor la conducta de los verdugos de Auschwitz.

La naturaleza del mal estaba, pues, relacionada con el problema del juicio moral y político. Y ambas cuestiones terminaron por exigir un tratamiento filosófico, y un dialogo con la tradición metafísica, desde Sócrates, tan citado en sus textos de mediados de los sesenta, y desde Platón hasta el presente.