No asustarse antes de tiempo, el Republicanismo del que voy a hablar, nada tiene que ver con la cuestión de las formas de Estado. Se trata más bien de una teoría sobre la libertad y el gobierno, que fascinó a algunos socialistas de la “tercera vía”, a finales del siglo pasado y comienzos de éste.

Seguro que muchos recordáis aquel cartel, que colgaba en la oficina de Bill Clinton durante su primera campaña presidencial: ¡Es la economía estúpido! Una forma de recordar a diario a los colaboradores, que la economía era el núcleo de la campaña electoral. Y siempre he creído que los socialistas nunca deberíamos olvidar eso: que la economía tiene que ser la base de nuestro proyecto de transformación.

Nunca estuve muy de acuerdo con Rodríguez Zapatero desde el inicio, porque reivindicaba esa teoría del Republicanismo y a uno de sus valedores, Philip Pettit, y su principal obra “Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno”, como referentes ideológicos.

El Republicanismo, al menos como yo lo veo, vendría a ser algo así como el socialismo democrático, despojado de sus errores ¿despojado del socialismo? El Republicanismo sería el postsocialismo, el socialismo que ha dejado de ser socialista. Como el tema de las reformas económicas deja poco margen de acción, y para llevarlas a cabo se necesita mucho valor, romper muchos huevos, y contar con un gran apoyo de la ciudadanía, olvido el terreno de la economía, y me refugio en el tema – nada desdeñable por otra parte – de profundizar los derechos y libertades en la sociedad democrática. Una especie de liberalismo más progresista.

Preocupante también era, que el pensamiento filosófico “comunitarista”, fuera el que apareció más rápida y sólidamente asociado con el Republicanismo. Este último pretende ser una alternativa, respetuosa, al liberalismo clásico y al socialismo. Reivindica la tradición de la democracia participativa de Cicerón o del Maquiavelo de los “Discursos”. Entiende la libertad como ausencia de dominación, aunque en mi opinión no aporte gran cosa, frente a la tradición liberal propiamente dicha. Parece aspirar a ser una especie de vía intermedia o síntesis, entre la libertad como ausencia de interferencia y la libertad participativa, propia de la democracia clásica. Algo sí como un socialismo postsocialista.

Los socialistas no podemos, en ningún momento, esquivar el terreno de la economía política. Nos recordaba el otro día Mariám M. Bascuñán, que “condición pos-socialista” fue la expresión de Nancy Fraser, para el momento surgido tras la caída del muro de Berlín. Y el “agotamiento de las energías utópicas”, parecía dar la razón a Fukuyama y su fin de la historia. Fue ahí cuando la nueva gramática, que aspiraba a cubrir ese vacío, el de una visión alternativa progresista, encontró un espacio en el reconocimiento de la diferencia cultural.

Pero esa “anémica” propuesta no podía ser creíble, decía Fraser, porque eludía “el problema de la economía política”. Ante el influjo del reconocimiento cultural, la izquierda olvidó el tema de la distribución de la riqueza. Fue así como se produjo, el desplazamiento de la economía por la cultura. Lo curioso es que, mientras se profundizaba en esta deriva, la izquierda se escandalizaba porque el neoliberalismo seguía campando a sus anchas.

En estos tiempos, cuando Piketty consigue redefinir las contradicciones del capitalismo en el siglo XXI, proponiendo la gobernanza global, vemos como Podemos insiste en el error de situar la “democracia cultural”, en el centro del proyecto de izquierdas. Y lo hace promoviendo una visión radicalizada de la cultura propia, identificada con un principio de soberanía nacional. Parece que se ha entregado al mercado de las identidades, alimentando el narcisismo de las pequeñas diferencias. Y ni visos de respuesta, a como gestionar las interdependencias, al equilibrio de la convivencia dentro de los islotes identitarios.

Todo ello quizá, porque lo que está en juego, no es distribuir diferencias sino poder. Y parece que, para obtenerlo, no se trata tanto de perseguir un proyecto emancipador, como de acentuar contradicciones hiperlocalizadas, subrayando lo que nos separa, no los que nos une. La izquierda de la izquierda sigue sin rumbo, como siempre a lo largo de la historia.

Pues eso.