Aunque a alguno le pueda sorprender, el pensamiento político mismo, tal como nos enseñó Hannah Arendt, es más antiguo que nuestra tradición filosófica, que comienza con Platón y Aristóteles; del mismo modo que la filosofía misma es más antigua y abarca más, de lo que la tradición occidental finalmente aceptó y desarrolló. Uno de los problemas con que se ha topado con frecuencia la apreciación de la filosofía política, es la influencia desmesurada de Platón en nuestra cultura, y su desprecio indisimulado por la política, su convicción de que “los asuntos y las acciones de los hombres, no merecen que se los tome muy en serio”. Pero la posición de Platón no dejaba de ser interesada. Tal y como él mismo dejó claro en varias ocasiones: el filósofo tiene miedo de que por culpa de una mala gestión de los asuntos públicos, no sea capaz de dedicarse a la filosofía. Pero hay un problema añadido, y es que la política, ya en tiempos de Platón, comienza a ensanchar su espacio, por así decirlo, en dirección descendente, hacia las necesidades más propias de la vida; de modo que al desprecio de los filósofos por los asuntos perecederos de los mortales, se añadió el desdén específicamente griego, hacia todo lo que es necesario para la mera vida, para la supervivencia. De manera que cuando los filósofos, comenzaron a preocuparse por la política de modo sistemático, la política se convirtió para ellos en un mal necesario.

Así, nuestra tradición de filosofía política desde sus inicios, ha privado a los asuntos políticos, a aquellas actividades que incumben al espacio público común, de toda la dignidad que les sería propia. En términos aristotélicos, la política es un medio para conseguir un fin; no tiene un fin en y por si misma. Spinoza, desde su actividad puliendo lentes, pudo llegar a convertirse en la figura simbólica del filósofo. Pero desde Sócrates, ningún hombre de acción, nadie cuya experiencia original fuera política, como la era, por ejemplo, la de Cicerón, podía esperar a ser tomado en serio alguna vez por los filósofos. Y ninguna acción específicamente política, ni ninguna grandeza humana tal y como se expresa en la acción, podía aspirar a servir de ejemplo para la filosofía.

Tal vez tenga aún mayores consecuencias para la degradación de la política, el hecho de que, a la luz de la filosofía, la política no tenga ni siquiera un origen propio: surgió únicamente debido al hecho elemental y prepolítico de la necesidad biológica, que hace que los hombres se necesiten los unos a los otros, en la ardua tarea de mantenerse con vida. O dicho de otra manera, la política es un derivado en doble sentido: tiene su origen en el dato prepolítico de la vida biológica, y tiene su fin en la posibilidad más elevada, postpolítica, del destino humano. Podríamos decir que la política está limitada, desde abajo por el trabajo, y desde arriba por la filosofía. Y ambas están excluidas de la política “in stricto sensu”, una como su origen humilde y la otra como su encumbrado objetivo y fin.

A mi entender, la filosofía política nunca se ha recuperado totalmente, de este golpe propinado por la filosofía “pura”, desde los mismos comienzos de nuestra tradición. El desprecio a la política, la convicción de que la política es un mal necesario, recorre como un hilo rojo todos los siglos que separan a Platón de nuestros días. Para Hannah Arendt resulta irrelevante si esta actitud se expresa en términos seculares, como en Platón y Aristóteles, o si lo hace en los términos del cristianismo. Fue Tertuliano el primero que sostuvo que, en tanto que somos cristianos, nada nos es más ajeno que los asuntos públicos. Y la misma noción fue retomada, otra vez en términos seculares, expresándose en la melancólica reflexión de James Madison (cuarto Presidente de EE.UU.) de que el gobierno no es, sin duda, nada más que un reflejo de la naturaleza humana, y que no sería necesario si los hombres fuesen ángeles. Y por Nietzsche en sus furiosas palabras: “Ningún gobierno respecto del cual, los sujetos tengan que preocuparse, puede ser bueno en absoluto”.

Además de la degradación inherente de todo este espacio de la vida por la filosofía, lo que importa es la separación radical de aquellos asuntos que los hombres pueden alcanzar y conseguir, solamente viviendo y actuando juntos, de aquello otros que se perciben y son atendidos por el hombre en su singularidad y soledad. No importa si el hombre en su soledad busca la verdad, o si se preocupa por la salvación de su alma. Lo que importa es el abismo infranqueable que se abrió y que nunca se ha cerrado, no entre lo que se denomina individuo y lo que se denomina comunidad, sino entre ser en soledad y vivir juntos. Ni la separación radical entre la política y la contemplación, entre el vivir juntos y vivir en soledad, como dos modos distintos de vida, fue puesta nunca en duda después de que Platón la estableciera. La única excepción fue Cicerón, quien, a partir de su inmensa experiencia política romana, dudó de la validez de la superioridad del “bios theörëtikos” sobre el “bios políticos”, de la validez de la soledad sobre la “communitas”. Cabe recordar que los romanos pagaron un alto precio por su desprecio de la filosofía, que ellos tenían por “inútil”. El resultado final de ello, fue la victoria indiscutible de la filosofía griega, y la pérdida de la experiencia romana para el pensamiento político occidental. Cicerón, debido a que no era un filósofo, fue incapaz de poner contra las cuerdas a la filosofía.

Pues eso.