Desde hace un par de meses, los medios nos bombardean con noticias sobre manifestaciones más o menos numerosas, de este bando o el de más allá. Cuando escribo estas líneas, me desbordan ya las noticias sobre la penúltima en Bruselas.

Todo ello me ha llevado a recordar, que yo he participado en muchas en mis 75 años: como universitario, como político, como simple ciudadano. Y debo confesar que en muchas de ellas participé del sentimiento arrebatador, de cierta embriaguez como mágica, de un ambiente cautivador a los que era difícil sustraerse.

Hoy con la distancia y con la edad, debo confesar que contemplo esas exaltaciones multitudinarias, con cierto escepticismo. Momentos de grandes emociones, de los cuales ha sido expulsada la razón. Creo que entiendo los motivos, por los cuales tantos se encuentran a gusto entre una multitud enfervorizada. Los que participan, experimentan el placer de pertenecer a un “todo” poderoso. Durante un par de horas las diferencias de posición, lengua, raza y religión, parecen borradas en el torrencial sentimiento de fraternidad. Todos los manifestantes experimentan una intensificación de su yo. Ya no son los seres aislados de hace unos minutos. Ahora se sienten parte de una masa, son pueblo. Y su yo, que de ordinario pasaba inadvertido, adquiere un sentido. A todos ellos, de repente, se les abre en sus vidas otra posibilidad, más romántica: pueden llegar a ser héroes. Y aceptan con entusiasmo, la fuerza desconocida que los eleva por encima de la vida cotidiana.

Pero tal vez, intervine también en esa embriaguez una fuerza más profunda, misteriosa, y para mí, hoy, más preocupante. Esas marejadas irrumpen tan de repente y con tanta fuerza que, desbordando la superficie, sacan a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes, de la “bestia” que todos llevamos siempre dentro. Stefan Zweig, en su maravilloso y nostálgico libro “El mundo de ayer”, nos recuerda que Freud llamó a todo eso: “desgana de cultura”, el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués, y liberar los viejos instintos de sangre. Quizá esas fuerzas oscuras, también tengan algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se mezcla, espíritu de aventura, de sacrificio,  pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos… La inquietante embriaguez de miles de seres, muy difícil, sí, de describir con palabras, que en el pasado dio un impulso arrebatador, a los mayores crímenes que se han cometido en Europa.

Puede que haya sido Zweig el que, mejor que otros, nos descubrió el auténtico adversario contra el que hay que luchar incansablemente: el falso heroísmo que prefiere enviar al sufrimiento primero a los demás; el optimismo barato de profetas sin conciencia que, prometiendo sin escrúpulos la victoria, prolongan el padecimiento. Todos esos “charlatanes de la guerra”, como los estigmatizó Franz Werfel, el novelista, dramaturgo y poeta austro-checo.

Hoy me horrorizan las multitudes acríticas, que desfilan tras un pensamiento único. Eso que Raymond Carr nos recuerda, se ha dado en llamar “la democracia de la plaza pública”, el apoyo de las masas de público, en la que se han parapetado tantos dictadores. Franco declaró, una y otra vez, que la aclamación “espontánea” de las multitudes organizadas, legitimaba su gobierno. En medio de esas masas, el que expone una duda, está entorpeciendo la actividad política del todo. Al que advierte, lo escarnecen llamándole pesimista. Al que disiente, lo tildan de traidor. Esos falso profetas que los dirigen son la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llaman cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios. Y que luego no saben que hacer, desconcertados, en la hora de la catástrofe, que ellos mismos, irreflexivamente, han provocado. La misma pandilla que se burló de Casandra en Troya.

Jamás he creído en las revoluciones, unos días de fuego contra años de cenizas. Y siempre he estado convencido de que una victoria a cualquier precio, aunque se consiguiera a costa de enormes sacrificios, nunca justificaría a las víctimas. Pero los que preconizamos la razón frente a las emociones, la serenidad contra las exaltaciones, aún en tiempos turbulentos, siempre tenemos la sensación de estar bastante solos. Y los que advertimos por encima de los confusos alaridos de victoria, antes del primer disparo, y el reparto del botín antes de la primera batalla, a menudo llegamos a dudar, de si no seremos nosotros los locos en medio de tantos cuerdos o, mejor dicho, los únicos espantosamente despiertos,  en el sueño general de la embriaguez.

Pues eso.