Leí hace ya un tiempo un artículo de John Carlin en El País, en el que explicaba porqué él veía el mundo actual con optimismo. Un magnífico artículo, de esos que a uno le deprimen, al comprobar lo lejos que está de poder escribir algo así. Y he debatido con frecuencia con mis amigos, sobre el pesimismo y el optimismo. Algo que tiene que ver con nuestro carácter, con nuestros genes y con las experiencias vividas. Puede que yo sea un optimista antropológico, como me califican algunos, pero también pienso si no será, que yo enfoco la realidad desde un punto de vista más positivo. Y desde Ortega ya sabemos que una misma realidad, puede ser observada desde perspectivas diferentes. Seguirá siendo la misma, pero cada uno la veremos distinta.

Los filósofos, incluso los simples “amateurs” como yo, tienen, tenemos, una cierta obligación de pensar en dirección contraria a la mayoría. Es la única forma de someter a prueba, las ideas comúnmente aceptadas. Un “espíritu libre” era para Nietzsche, una persona que piensa de manera diferente, a lo que uno podría esperar atendiendo a sus orígenes y su cultura.

Ojo, soy muy consciente de lo de Trump, del Brexit, de los neo fascismos que campan por toda Europa, de los populismos de toda laya que han emergido por doquier, de la moda de las posverdades o “hechos alternativos”, de la indignación explicable de millones de ciudadanos, ante las recetas injustas para combatir la enorme crisis que nos ahoga, de la ola de inmigrantes que buscan refugio, de los terribles atentados terroristas… y sin embargo…

Comencemos observando la realidad de la política o, mejor, de los políticos. ¿Somos los españoles vanidosos, respecto a nuestros políticos? Pues sí, me parece que sí. Y somos vanidosos, porque presumimos que todos nosotros, somos mucho mejores que ellos. Aunque somos nosotros, y no los ángeles del cielo, quienes venimos eligiéndolos libremente, desde hace casi cuarenta años ya. Nuestros políticos no han sido arrojados, “geworfen”, a la vida, como hubiera dicho Heidegger. Ni han caído de Marte. Y como escribe Bertrand Russell, en su espléndida “Autobiografía”: “La democracia tiene al menos un mérito, un representante del pueblo no puede ser más idiota que sus electores, pues, por idiota que sea, los otros lo habrán sido mucho más al elegirlo”.

Leí unas declaraciones en Le Monde, del conocido filósofo francés Michel Serres, con motivo de la publicación de su nuevo ensayo “Darwin, Bonaparte y el Samaritano”. En las que, con respecto a Europa, decía que “vive la época de paz y prosperidad más larga, desde la guerra de Troya”. Y que la gente vive más y mejor, y que la concordia va sustituyendo a la discordia, que ha caracterizado el pasado entero de la humanidad. “El tsunami de los refugiados es bien significativo”, añade Serres, “¿a dónde quieren ir estos nuevos parias de la tierra? A nuestra casa, a Europa, porque vivimos en paz y prosperidad”. Y la edad de Serres, 86 años, es significativa. Algo tiene que ver la memoria con la tonalidad pesimista u optimista, con que vemos el mundo. “A la vista de lo que he vivido en el primer tercio de mi vida”, mantiene el filósofo, “ahora vivimos en tiempos de paz, y osaría decir que incluso Europa occidental, vive una época paradisíaca”.  Lo de Siria, lo de Alepo, lo de Irak es un espanto, sí. Lo de los inmigrantes que desean entrar en Europa, también. Pero si logramos apartar la vista, aunque sea por un momento, de las espantosas imágenes de los medios, y abrimos los ojos al panorama global, y lo miramos históricamente, tendremos que reconocer que vivimos en un era de paz sin precedentes, y que desde 1946, el número de victimas en guerras, ha disminuido en proporciones gigantescas. “Las cifras facilitadas por la Organización Mundial de la Salud, informan de que la causa menos frecuente de muerte en la actualidad, es guerras, violencia y terrorismo. Muere infinitamente más gente a causa del tabaco (¡y yo con mis pipas!) y por accidentes de coche”. Así que hay una gran contradicción, entre el estado real de las cosas y la forma en que las estamos percibiendo, porque vivimos como si estuviésemos inmersos en un estado de violencia perpetua, pero eso no es real en absoluto.

Y la opinión de Serres no es única. Lluis Bassets, en El País, nos contaba como Steven Pinker ha demostrado, en su ensayo “Los ángeles que llevamos dentro”, la radical disminución de la violencia y de la guerra en el mundo. El optimismo parece ser ahora cosa de los viejos que sabemos de donde venimos, y el pesimismo de los jóvenes, disconformes con el mundo de hoy. Decía en El País Semanal, la ya muy mayor filósofa Agnes Heller (Budapest, 1929) discípula del filósofo marxista Georg Lukács: “Si comparo la Europa de hoy con la de mi juventud, la de la II Guerra Mundial, el Holocausto y el comunismo, claro que estoy feliz con el mundo en que vivimos. Y Pinker, por su parte, añadía: “No estamos en un mundo en guerra como mucha gente cree, sino que vivimos en un mundo, donde cinco de cada seis habitantes, habitan en regiones amplia o enteramente, libres de conflictos bélicos”.

Y aun hay más. El economista e historiador Johan Norberg, ha ampliado el ángulo de esta visión optimista sobre la historia de la humanidad, en su ensayo “Progreso. Los motivos para tener esperanza en el futuro”: “A pesar de lo que escuchamos en las noticias, y en boca de muchas autoridades, la gran historia de nuestra era, es que estamos presenciando la mayor mejora en los estándares de vida globales, que han tenido lugar jamás”.

Entonces ¿si todo va bastante bien, por qué muchos creen que todo va rematadamente mal? Lluis Bassets adelanta algunas posibles explicaciones:

Primera: la memoria. Las nuevas generaciones, que están incorporándose a la vida política, no tienen la experiencia de dos guerras mundiales, ni de una guerra civil, ni de dictadura alguna. Para ellos la paz y la prosperidad son datos objetivos e inmutables de su realidad, aunque ésta, naturalmente, presente aún muchos y notables defectos.

Segunda: el periodismo y el rumbo digital e instantáneo que ha tomado. A los periodistas les interesan exclusivamente las malas noticias, como las guerras, los crímenes, los desastres naturales, el hambre…

Tercera: el pesimismo en la biología. Según Norberg: Estamos seguramente construidos, para estar preocupados. El miedo y la ansiedad, son armas para la supervivencia.

Cuarta: la política. Parece evidente, que no sabemos gobernar bien este nuevo mundo. Seguro que el mundo es mejor hoy, como son mejores nuestras vidas. Pero si no sabemos gobernarlo, podemos convertirlo en peor, retrocediendo a épocas pasadas.

En su libro, publicado aquí en España hace unos meses, “El viaje de Nietzsche a Sorrento”, Paolo d’Iorio nos recuerda una cita de Spinoza, que el filósofo alemán había apuntado en sus cuadernos de viaje: “El hombre libre no medita sobre la muerte, sino sobre la vida”. Nietzsche, en Sorrento, se convierte en abogado de la vida, en una época en la que estaba muy de moda ser pesimista. Sus contemporáneos estaban convencidos, de que el mundo se dirigía hacia la nada. Y él decide reafirmar la vida, y se opone a las teorías que la condenan, incluido el cristianismo. Superando entonces, la vertiente más dura y negra del nihilismo, la de su maestro Schopenhauer. Este Nietzsche, nos puede servir para reafirmar un pensamiento laico, escéptico, paródico y antirreligioso, y para entender hasta que punto, las sombras de dios siguen estando presentes en nuestra cultura, pese a que algunas veces ya no las veamos.

¿Todo puede cambiar en un próximo futuro? Pues sí. Pero no estaría mal recordar que, al menos aún hoy, la humanidad tiene más motivos para darse un pequeño aplauso, que para hundirse en la desesperación.

Escribía no hace tanto Javier Gomá (director de la Fundación Juan March): “Esta es la mejor época de la historia que se ha podido vivir ¿En que otra época te habría gustado vivir si hubieras sido extranjero, enfermo, disidente, preso, emigrante…?” Y, sin embargo, cunde la melancolía y el malestar, algo que según Gomá tiene tres explicaciones: “Porque el éxito de las democracias es compatible con el sentimiento individual de infelicidad; porque hay miedos que vienen de la opulencia y no de la escasez; y porque tras el marxismo la cultura es siempre perversa, hay desconfianza hacia ella”.

A mi entender (ya lo he dicho, soy un optimista) en el fondo de todo fatalismo, de todo pesimismo, aunque nos parezca increíble, hay siempre ciertas dosis de optimismo. Como no hay jamás sombra, sin luz. Y en los momentos de máxima angustia, rememorar el pasado puede ser un acto salvador. Deberíamos releer a Stefan Zweig “El mundo de ayer. Memorias de un europeo” que, reescrito ahora con conocimiento de causa, podría titularse: “La reacción”.

La desesperación y la esperanza, son dos caras de la misma moneda de la condición humana”, escribe George Steiner. Yo elijo la segunda. Pues siempre he tenido a bien, renegar del catastrofismo: nada sin causa y nada sin solución. Meciéndose en la voluptuosidad de la rabia y la desesperación, nada se arregla. Hay motivos para la esperanza. Así, al menos, lo veo yo.

Pues eso.