Un falso buenismo que prescinde de la acción y se limita al mero gesto; eso sí, expresado con gran aparato de comunicación emocional al que llaman relato.

No es posible comprender las crisis políticas del siglo XXI si no se asume un  principio incontestable: la política útil, la que trata de que las cosas funcionen (aunque no siempre lo logre) ha sido sustituida en gran parte por la política del “quedar bien”. La primera se sustenta sobre una acción compleja; gestionada por personas presuntamente solventes y honradas, con un nivel de aciertos y errores similar al de la media del país. Gente capaz de afrontar un plan de vivienda o de garantizar las pensiones – pongamos por caso –,  tareas arduas y complicadas. La segunda va por el atajo. Un falso buenismo que prescinde de la acción y se limita al mero gesto; eso sí, expresado con gran aparato de comunicación emocional al que llaman relato.

Catalunya es ahora una buena geografía del modelo gestual debido a las claras afinidades entre nacionalistas españoles, independentistas y la llamada “nueva política”. En tres palabras: Rajoy, Puigdemont y Colau, los grandes solistas en la práctica del gesto, enzarzados en la batalla de estimular las emociones por tierra, mar y aire. El pancarteo contínuo en la fachada del Ayuntamiento de Barcelona es banal pero sintomático: no resuelve nada pero queda bien ante su público. Por no hablar de las fábricas de reactivar impulsos emocionales tóxicos como TVE y TV3.

Por sorprendente que parezca, la Generalitat vivió su más brillante gestión social bajo la presidencia de Montilla. Las flechas de las estadísticas se dispararon hacia arriba, pero el presidente cordobés no supo transmitir un gramo de emoción a la ciudadanía y cometió, en pleno siglo XXI, el gran pecado de carecer de relato conmovedor. Luego vino Artur Moisés Mas, quien el 15 de junio de 2011 tuvo que acceder al Parlament en helicóptero porque no pudo hacerlo en coche a causa del acoso de los manifestantes contra la amplia lista de recortes sociales. El president se hundía en el pantano de sus decisiones pero durante el vuelo, en el cielo, fue iluminado por la verdad revelada: la independencia era la solución a todos sus problemas de popularidad.Pensó que todos los catalanes eran independentistas, solo que algunos no lo sabían y había que sacarles la venda de los ojos.

En ese preciso instante la política del gesto asesinó a la de las soluciones: el cartapacio de los problemas sociales fueron abandonados en el desván de la Generalitat y sus especialistas se ramificaron en dos grandes divisiones; unos movilizaron y montaron manifestaciones masivas por la independencia con perfección relojera, otros agitaron el aparato propagandístico en redes sociales y medios públicos de comunicación. La cultura catalana del esfuerzo, la organización y el ingenio puso en marcha la más potente maquinaria del gesto y la emoción aunque, todo hay que decirlo, con la apreciable ayuda de la torpeza de Rajoy y de la policía dando tortazos, una imagen que valió oro. La gesticulación alcanzó el paroxismo con la declaración de Independencia, negada luego – o al menos minusvalorada – por sus propios impulsores. La operación era buena, lástima del fiasco final. Merecieron matrícula de honor en desarrollo creativo pero suspenso en consecución real de objetivos.

Rajoy, el presidente con el gobierno más minoritario de la democracia española, no es un lince en la política de proyecto serio pero compensa su deficiencia con un buen olfato en la gestión de emociones. Con menos ingenio que los catalanes – y con hechuras de chusquero en el manejo de la comunicación - ha armado un relato simple como su propia personalidad: la lucha sobreactuada y sin cuartel contra el separatismo catalán sostendrá al PP en su minoritaria situación y hasta es posible que mejore resultados. Además, el puñetazo en la mesa contra los secesionistas otorga al Rajoy beneficios tangenciales: camufla la tufarada de corrupción que desprende su partido. Todo son beneficios.

Cada uno en su género, Rajoy, Puigdemont i Colau son la definición más perfecta de la política de gestos emocionales, de la que vierten a diario toneladas sobre los votantes en forma de argumentarios de laboratorio, sofismas, medias mentiras y sospechosos manejos internacionales de redes sociales. Y claro, huérfana de políticas útiles y racionales, gran parte de la ciudadanía – de clase media hacia abajo -  busca refugio en la religión de las emociones: el ensueño de erigirse como protagonistas de momentos históricos detrás de la pancarta les evita por unas horas el pesar de su vida cotidiana y los problemas acuciantes, desatendidos por las mismas élites que les convocan a desfilar por el arco de triunfo.

Mientras, el deterioro de los derechos ciudadanos, de la igualdad, de los servicios públicos, de la esperanza de futuro, de la situación laboral y económica se cronifica por falta de gobiernos que le den al tajo a pie de obra y que no pierdan un minuto en artificiosos relatos históticos y territoriales para atraerse el voto. Con tanta emoción manipulada, enredos y ficciones malévolas, hasta los votantes presentan ya un preocupante grado de insolvencia.