Para que la independencia de un país sea real resultan indispensables tres requisitos:

  1. Reconocimiento oficial de los países vecinos y de los poderosos.
  2.  Generación de recursos para arrancar con una economía solvente.
  3.  posesión de una fuerza militar que garantiza las fronteras.

Sin las tres premisas, no hay independencia posible, solo pantomima.

El impulso de la secesión catalana se ha basado en que los dos primeros puntos estaban prácticamente resueltos y el tercero es de aplicación dudosa en la Europa del siglo XXI. Puigdemont, Junqueras y Mas lo repiten a diario desde hace años. Su estructura de relato, sin embargo, se ha desvanecido.

Vecinos y poderosos han dicho a las claras que no; que Europa no reconocerá a ningún nuevo Estado surgido de forma unilateral a través de un quiebra constitucional del Estado de Derecho. No solo lo han afirmado por convicción sino para evitar un eventual rosario de regiones europeas que se independizan por bemoles con solo con firmar un acta de declaración.

La economía catalana – y de rebote también la española, aunque con menos impacto – ya está sufriendo el quebranto económico con fugas de capitales y empresas. Todavía están calientes las palabras de los popes independentistas que negaron treinta y tres veces esta huída y descalificaron a quienes advertían del peligro. Hoy ya son más de 700 las empresas que han sacado de Catalunya las placas de sus sedes sociales. La caída de las reservas de hoteles han caído en un 30% y ya se empieza a calcular en decenas de miles de millones de euros las pérdidas globales para los catalanes de enquistarse el conflicto.

Y, finalmente, la fuerza militar ¿Cómo se va a expulsar de Catalunya a la Policía Nacional, a la Guardia Civil y, llegado el caso, al Ejército? ¿Con un enfrentamiento violento con los Mossos? Si no fuera tan grave sonaría a chiste.

En cualquier caso es obvio que la creación de un Estado catalán sin acuerdo previo está condenado a no más que un premio de consolación: el testimonial o el de la inútil melancolía de lo que podría haber sido. Pero, por fortuna para los indepes, ha surgido de la nada un gallego de oro llamado Rajoy que, con su corte de muñecos diabólicos, torpeza tras torpeza, habrán conseguido ampliar los límites del independentismo hasta otorgarle una mayoría social de la que ha carecido hasta ahora. Merecerá una estatua ecuestre de agradecimiento en la Plaza Catalunya.

Todo el aire que respiran hoy los secesionistas les ha sido proporcionado gentilmente por el PP y su líder en cabeza. Por supuesto no han sido aportaciones legales (todas en contra del Govern catalán) sino que ha reavivado ese primitivo impulso romántico de ciertos nacionalismos que anestesia la racionalidad y la noción de realidad de las masas. La historia está llena de ejemplos que, por cierto, han acabado en calamidad.

Hace casi dos meses que cada día es peor que el anterior y no surgen posibilidades de mejora. Hay que estar preparados para la peor de las opciones; dos fanáticos se pelean con cerillas encendidas a las puertas de un polvorín, jaleados por sus hooligans que les piden sangre para acabar con el contrario.