Por experiencia propia, sé lo difícil que es transmitir a quienes no vivieron los largos años del franquismo, la euforia que se desató en las primeras elecciones auténticamente democráticas. Por fin votar de verdad, escuchar en campaña algo tan simple como los acordes de “La Internacional”, tener un Parlamento homologable, con todos los requisitos exigibles a las democracias representativas. Por fin España dejaba de ser una anomalía en el sur de Europa.

Había sido siempre nuestra diferencia (“Spain is different” que decía Fraga) lo que nos convertía en un caso excepcional en la historia de Europa: Una demostrada y reiterada incapacidad para la democracia, una atávica necesidad de ser gobernados por hombres fuertes: los “espadones”- generales – del siglo XIX, Primo de Rivera y Franco en los comienzos del XX. Muchos estaban convencidos – el hispanista Richard Herr entro otros – de que cuando Franco muriera, los españoles, por naturaleza rebeldes y políticamente volubles, volveríamos a nuestros antiguos hábitos. Nadie daba un duro por lo que en España pudiera ocurrir. Hasta alguien tan a resguardo de retóricas demagógicas, como el gran Giovanni Sartori, sentenció en 1974, en su imprescindible obra “Partidos y Sistemas de Partidos”, que los españoles volverían a la pauta de los años treinta, dando vida de nuevo, a un sistema pluripartidista y muy polarizado, directamente destinado de nuevo al caos.

Una voz, sin embargo, había desentonado en el coro de historiadores y científicos sociales y políticos, que elucubraban sobre el futuro: la de Juan Linz, que pronosticó, en 1967, que cualquier sistema de partidos que se estableciera en el futuro en España, tendría que girar inevitablemente, en torno a dos tendencias dominantes: el socialismo y la democracia cristiana. Sobre ellas se había construido la nueva Europa, de la que tantos españoles deseábamos formar parte.

Un sistema a la italiana era la gran expectativa del PCE, que soñaba con repetir en España, el “compromesso storico” de Berlinguer en Italia. No muy diferentes eran las expectativas de Adolfo Suárez: un partido que desempeñara el papel jugado por la democracia cristiana en Italia y Alemania, y fomentar en la izquierda, una permanente y equilibrada división entre socialistas y comunistas. Pero que ocurriera lo de Alemania, era lo que anhelábamos los socialistas del PSOE. Al final, como ya sabemos, fueron las dos opciones sobre las que en Europa se había reconstruido la democracia y el Estado social, las que resultaron vencedoras el 15 de Junio de 1977.  La UCD que arrebató el centro derecha a la Democracia Cristina (La “Federación de la Democracia Cristiana”, liderada por Joaquín Ruiz Giménez y José María Gil Robles, antiguo líder de la CEDA, contra todo pronóstico, no obtuvo ningún diputado) y el PSOE.

Con estos resultados, como bien explica el historiador Santos Juliá, se disolvió, además de la famosa “sopa de letras” (más de ochenta candidaturas se habían presentado a las elecciones) el proyecto de reforma política, aprobado en referéndum seis meses antes. Nunca más se volvió a hablar de “reforma constitucional”, una manera perversa de referirse a las Leyes Fundamentales de la dictadura. Los diputados se declararon, nos declaramos, constituyentes y decidieron poner en marcha, la principal y nunca abandonada reivindicación de la oposición: “la apertura de un proceso constituyente”, que se formuló en el acuerdo alcanzado entre monárquicos y socialistas en 1948, y se reiteró en todos los planes de transición, alumbrados en las décadas siguientes.

Aquellas Cortes elegidas, tiraron adelante con lo que muy pronto recibió el nombre, luego tan denostado, de política de “consenso” (el conocido “compromise” inglés, concepto que significa que ambos lados ceden en una negociación, para que todos salgan ganando, y que en castellano no tiene una  traducción satisfactoria). Y esa fue la gran diferencia, que liquidó todas las diferencias, que históricamente manteníamos con la historia democrática europea. Políticos españoles y políticas de pacto, parecían excluirse mutuamente en nuestro discurso político y en nuestra historia, desde los orígenes del Estado liberal. Que ni la tradición ni la historia determinaran el futuro, y que era posible construir un Estado tramando acuerdos: eso fue lo que indicaba, y así lo comprendimos, el mandato de los electores, cuando, rompiendo lo que tantos observadores extranjeros consideraban como áspera excepcionalidad española, depositaron sus votos mayoritariamente en dos partidos, a los que empujaron a entenderse. Como alguien dijo: ¡puaf que aburrimiento, ya sois como los europeos!

Aquella democracia tan esperada, que supo ponerse al día con sorprendente rapidez – como escribe la gran Victoria Camps – hoy adolece de cierta adhesión ciudadana. El fenómeno populista pretende corregir con el encendimiento de las masas, lo que sólo se corrige bien con diagnósticos audaces y desinteresados. La sociedad siempre está enferma y, precisamente, la democracia se inventó para reparar algunas de sus dolencias. Para ello cuenta con un procedimiento, para elegir los representantes de la ciudadanía, y con los contenidos que protege todo Estado de derecho. En aquellas Cortes Constituyentes, se pactó la voluntad de establecer y mantener a salvo ambos elementos. Ya forman parte de nuestra esencia política, pero no basta tenerlos, hay que saber demostrar que son útiles para responder a los conflictos y problemas, que nos van saliendo al paso.

Pues eso.