El texto de esta columna es mi intervención de ayer, en la biblioteca del Parlamento de Andalucía, durante la presentación del libro ‘Una cámara en la Cámara’, publicado junto a la fotoperiodista Laura León:

Lo primero de todo, las gracias muy rápidamente. Gracias en primer lugar a la Mesa del Parlamento por su generosidad al facilitar la publicación de este libro, cuya idea original es de mi compañera Laura León. Gracias en segundo lugar a los trabajadores de esta casa, administrativos, letrados, auxiliares, operarios, informáticos, restauradores y, naturalmente, políticos con el presidente Juan Pablo Durán a la cabeza, políticos que a fin de cuentas, y hemos intentado reflejarlo en este libro, son unos trabajadores más, aunque ya sé que llamarlos así puede arrancar alguna que otra carcajada sarcástica: pues no en vano entre todos hemos denigrado más de lo debido la imagen de los políticos e incluso la idea misma de la política.

Mención especial en nuestro agradecimiento merecen los desvelos del muy solvente personal del departamento de publicaciones, con Concha Montes al frente, del colectivo de ujieres con Pedro como maestro de ceremonias, del jefe de seguridad Pepe ‘Picha’, del diligente personal de cocina o de la gente de comunicación con Mercedes Pastor coordinándonos a los autores con todos ellos.

Y gracias, por último, a toda esta gente que –aun habiendo sido advertidos lealmente de que tras el acto no habría cervecita y mucho menos jamón de bellota– hoy han tenido la gentileza de dejar un momento sus ocupaciones para arropar esta presentación de ‘Una cámara en la Cámara’ que el servicio de Protocolo del Parlamento ha querido singularizar con un formato menos severo de lo que suele ser norma en la casa.

Algo habremos hecho mal

En este libro se habla mucho, naturalmente, de los políticos. Y también de los periodistas. Sobre ambos querría desgranar algunas rápidas reflexiones, pues los dos colectivos, además de necesitarse mutuamente, comparten –aunque siempre mirándose de reojo, que todo hay que decirlo–, comparten, digo, la trascendental función en cualquier democracia de gestionar el espacio público.

Me temo, sin embargo, que no lo estemos haciendo demasiado bien, pues no olvidemos que si el lenguaje público se devalúa, se trivializa o se encanalla, la responsabilidad no es solo de la furiosa gente anónima que cabalga sin freno por internet, sino también y sobre todo de quienes de algún modo administramos el vocabulario público e imprimimos un determinado tono a la conversación social.

Cínicos y pardillos

Si, como todos los aquí presentes saben, la política está en crisis, y si, como todos los periodistas sabemos, el periodismo está también en crisis, tal vez ello se deba a que periodistas y políticos no éramos tan listos como creíamos ser.

De algún modo, los periodistas hemos convertido a los políticos en los malos de la película. Para nosotros, todos ellos son por definición gente bajo sospecha. No hablo de Andalucía. Ni siquiera de España. Hablo de Europa y de América, donde para el periodismo los políticos siempre son culpables salvo que se demuestre lo contrario.

Entre los periodistas británicos se ilustra con humor este debate sobre el cinismo de la profesión con la frase, ya célebre, que pensaba cierto reportero mientras entrevistaba a un destacado político: “¿Por qué –se preguntaba para sus adentros mientras escuchaba educadamente las respuestas– me miente este cabrón mentiroso?”.

Al examinar a los políticos, el periodismo se siente cómodo manejando un tono a medio camino entre la sospecha, el sarcasmo, la causticidad y, por supuesto, el cinismo. Si abandonas ese enfoque mordaz, advierte el periodista de The New York Times y la BBC Mark Thompson, “te arriesgas –cito literalmente– a que te tomen por pardillo o algo peor”.

Extraño oficio

Habrá políticos aquí asientan en silencio a mis palabras, pero no acaba aquí la cosa. Lo singular del caso es que quienes con más ahínco y ferocidad están todo el santo día denigrando a los políticos son los propios políticos. Extraño oficio el suyo. Paradójica profesión. No deben mentir, pero tampoco deben decir toda la verdad. Sí la verdad, pero nunca toda la verdad. Como aquel espía de Borges resignado a la infamia, para servir honorablemente a su patria el político está obligado a utilizar una munición no siempre honorable.

Se trata, sin embargo, de un oficio que debemos salvar y honrar entre todos. Es lo que, entre otras cosas, modestamente Laura y yo intentamos en este libro, donde los parlamentarios son tratados como unos trabajadores más que, como ocurre con la mayoría de curritos, intentan hacer bien su trabajo, quieren que sus hijos, sus parejas o sus amigos estén orgullosos de ellos. Por supuesto, a ningún político se le pasa por la cabeza que ningún periodista pueda sentirse orgulloso de su trabajo, que una cosa es que sean buenos trabajadores y otra muy distinta que sean tontos. Este es, pues y resumiendo, un libro que habla bien de los políticos y de la política. Espero, como diría Thompson, que por haberlo escrito no me tomen por pardillo o algo peor.