En el museo de Zaragoza hay un cuadro de Goya desconocido para gran parte de la gente. La única luz del cuadro ilumina las nalgas expuestas de un niño al que un maestro, sumido en la oscuridad, está a punto de azotar. Un par de niños ya castigados lloran a su lado. Se titula “la letra con sangre entra”. Más de un profesor debería tenerlo colgado en su despacho. Los constitucionalistas también. Es un buen recordatorio de esa España oscura en la es tan difícil ser persona.

Ése es el objetivo de la Constitución. Que todas podamos ser personas. La Constitución no es un punto de llegada, no son unas leyes divinas que se nos graban a fuego a la fuerza sobre la piel, sino un espacio en el que cada uno puede desarrollarse libremente. En contra de lo que se creen algunos constitucionalistas con poca vista, la Constitución no es un texto, sino una idea. En la Constitución, lo simbólico es anterior a lo normativo. Los artículos que la componen se redactan para poner en práctica un ideal común y sólo para eso.

Del mismo modo, un Estado de Derecho es aquel en el que el poder se ejerce a través de normas jurídicas. Pero no vale cualquier norma jurídica: ni las leyes racistas nazis, ni las que prohibían el voto a las mujeres en España, ni las que permitían en los EE. UU. la segregación racial son leyes democráticas. Ninguno de esos ejemplos –y hay muchos más- son propios de auténticos Estados de Derecho.

Esto es algo que todas deberíamos recordar ante la crisis catalana de estos días. Se equivocan quienes creen que está en juego el respeto a las formas. Lo que está en juego es el contenido democrático mismo de esas normas. Por eso estamos en una auténtica crisis constitucional. Porque gran parte de la población empieza a dudar legítimamente de que las formas y los mecanismos contenidos en la Constitución permitan satisfacer adecuadamente su ideal democrático.

Los desafueros del parlamento catalán vulnerando derechos de las minorías, la discusión sobre la conveniencia de un referéndum pactado con garantías que dé voz a las catalanas de toda ideología y hasta la discusión misma sobre la soberanía o el derecho a la autodeterminación de Cataluña quedan aparcadas ante una nueva realidad: la Constitución española no garantiza adecuadamente los derechos fundamentales y permite a unos pocos, en su nombre, imponer un modelo antidemocrático de país.

La Constitución dispone que, en última instancia, las cuestiones socialmente irresolubles las resuelvan doce personas: el Tribunal Constitucional. Por encima de esas personas no hay ningún otro órgano o poder estatal. Tienen un papel esencial que deben administrar con extrema cautela: sus decisiones no pueden ser corregidas por nadie. Si abusa de esa posición, puede llegar a deslegitimar todo el sistema constitucional.

Es lo que pasó, claramente, cuando en 2010 anuló el Estatuto de Autonomía para Cataluña que habían aprobado las Cortes y el pueblo catalán en referéndum. Por un único voto de diferencia, los magistrados conservadores impusieron a todos, y a los catalanes en particular, su modelo centralista de Estado. No actuó con la mesura y el equilibrio que se le exige, y nos impuso un sistema territorial  centralista que no es el que la mayoría había aprobado.

Después de eso las instituciones catalanas dejaron de jugar la borde de la ley, sin saltársela, asumiendo el máximo de competencias, y se la lanzado a por un sistema nuevo. Frente a ello, de nuevo, el Tribunal Constitucional ha ido dictando una serie de sentencias cada vez más invasivas, hasta llegar a prohibir al Parlamento catalán discutir siquiera de determinados temas. Hace una semana, por fin,  y de modo inédito en el mundo democrático, ha llegado a imponer sanciones a la junta electoral catalana, como si fuera un juez penal, sin escuchar siquiera a los afectados.

La Constitución no permite este desafuero. La Constitución no permite que se menosprecien la libertad de expresión, el derecho a la defensa o la separación de poderes. Pero frente al menosprecio de la Constitución por parte del Tribunal Constitucional no hay ningún mecanismo democrático previsto.

Quienes estos días invocan el respeto a la ley y el Estado de Derecho ante las iniciativas del parlamento y el gobierno catalán tienen sólo una perspectiva formalista. La ley democrática no es, ni puede ser sólo una forma. Las leyes deben ser democráticas también por su contenido. En estos momentos, quien se ha saltado la Constitución entendida como un sistema democrático de libertades es el Tribunal Constitucional, que prohíbe el debate político o multa sin escuchar al multado. Y son los jueces derechistas que prohíben reuniones y dictan órdenes contra quien pega carteles. Son los fiscales sometidos al gobierno que ordenan a la policía entrar en periódicos o amenazan con la cárcel –sin juicio- a alcaldes o miembros de mesas electorales… Todos ellos se amparan en una legitimidad formal para atentar contra los derechos fundamentales. Están utilizando los artículos de la Constitución como cachiporra. Para terminar de completar el disparate, por último el Gobierno manda la policía a cargar contra las filas de miles de ciudadanos pacíficos que esperan para votar. Imponiendo a golpes del Estado una Constitución que ya ha perdido su razón de ser.

Sólo los constitucionalistas más miopes pueden ver la aplicación de la Constitución en las imágenes de personas pacíficas apaleadas, arrastradas por el pelo o agredidas,… La Constitución no se impone a la fuerza a millones de personas. No entra con sangre. Ni con la violación de los derechos.

El 1 de octubre no estaba en juego la desobediencia del Gobierno catalán, sino la de una masa de catalanas que durmió en colegios y  se echó a la calle para votar. No se trataba de una cuestión de independencia, sino de respeto a los derechos fundamentales, que son la base de la Constitución.

Cuando los constitucionalistas invocan las formas frente a los derechos, la Constitución empieza a perder valor. La represión de ciudadanos indefensos y la vulneración de derechos fundamentales esenciales, nunca están fundamentadas. Aunque tengan autorización judicial. O el sistema encuentra una manera de reprimir y evitar estos excesos, o habrá que cambiar el sistema.

Estamos en plena crisis del sistema democrático y del texto constitucional de 1978. La solución no tiene que  ceñirse a un texto legal concreto, pero debe basarse en el diálogo para encontrar espacios en los que todo el mundo pueda sentirse incluido y libre. Respetando y armonizando los deseos de libertad de todos los grupos sociales.

Porque la Constitución, con sangre no entra.