Mariano Rajoy y el bloque constitucional deberían imitar a aquel Enrique IV a quien se le atribuye la frase ‘París bien vale una misa’ cuando se pasó al catolicismo para acabar con las sangrientas guerras de religión y firmar el Edicto de Nantes con el que se instauró la libertad de conciencia que  tanto contribuyó a pacificar el país.

Si París bien valía una misa, Cataluña bien vale un referéndum. No es la solución ideal porque las lógicas plebiscitarias pueden llegar a ser devastadoras y hacer más honda la división, pero es un riesgo que debemos correr, pues del mismo modo que en la Francia del XVI había demasiados protestantes y no se podía matarlos a todos, en la Cataluña del XXI hay demasiados partidarios del derecho de autodeterminación y no podemos comportarnos como si no los hubiera.

El bloque constitucionalista debería haber comprendido que el soberanismo catalán no se ha ganado el derecho a declarar la independencia de Cataluña, pero sí el derecho de que todos los catalanes sean consultados. No será fácil negociar la pregunta o preguntas ni las demás condiciones de ese referéndum, pero puede hacerse. Naturalmente, para ello no basta con que quieran los dirigentes que están con la Constitución: tienen que querer los españoles. Tal vez ha llegado la hora de empezar a convencerlos.

Desengáñense quienes creen que la crisis catalana se resuelve sin dar nada a cambio. Para encauzar la cuestión territorial, en el 78 tuvimos que inventarnos una cosa bastante rara llamada Estado de las Autonomías que jamás habría existido de no existir Cataluña y el País Vasco. Es hora de inventar otra cosa, aunque, como aquella de hace 40 años, esta solo será viable si cuenta con un amplísimo consenso.

Hay que empezar a trabajar para construir ese nuevo consenso, que técnicamente es constitucional pero materialmente es territorial. Tenemos un problema constitucional porque tenemos un problema territorial, no al revés. El Estado autonómico servía mientras Cataluña y el País Vasco lo aceptaban; cuando dejen de aceptarlo –media Cataluña ya lo ha hecho–, tendremos que inventar otra cosa. 

Necesitamos con urgencia nuestro propio Edicto de Nantes, aunque para lograrlo necesitamos antes un Enrique IV y, por desgracia, no se ve ninguno en el horizonte.