Buena entrevista la que le hizo el viernes Pepa Bueno en la Cadena SER al vicepresidente catalán, Oriol Junqueras, y no tanto por lo esclarecedor de ciertas respuestas como por lo ilustrativo de la falta de algunas de ellas.

Las tres preguntas que la periodista le formuló machaconamente a Junqueras y que este no contestó fueron estas:

1)    Si el referéndum está avalado por la legalidad internacional que regula el derecho de autodeterminación, ¿hay algún organismo internacional que haya dado su respaldo a la iniciativa soberanista? Junqueras se limitaba a repetir genéricamente una y otra vez que el 1-O está legitimado por el derecho internacional, pero no respondía a la pregunta.

2)   ¿Ha solicitado formalmente el Parlamento de Cataluña la reforma de la Constitución utilizando así uno de los cauces previstos para ello en el Carta Magna? Junqueras tampoco contestó. Las numerosas veces que Bueno le repitió la pregunta, el vicepresidente se limitó a repetir que lo habían intentado muchas veces sin éxito en el Congreso.

3)   ¿Reconoce la decisión del Tribunal Constitucional de considerar ilegal el referéndum del 1-O? Junqueras se limitaba a repetir una y otra vez que un tribunal español no puede estar por encima de la legislación internacional.

No construir pero sí destruir

El vicepresident no respondió a ninguna de esas tres preguntas porque no podía hacerlo, y no podía hacerlo porque el proceso independentista catalán no cuenta no ninguna de las tres legitimidades imprescindibles para garantizar el éxito de una operación política la envergadura de una secesión: no tiene la legitimidad internacional, no tiene la legitimidad nacional y no tiene la legitimidad local.

Eso no significa que no pueda llegar a tenerlas: significa únicamente que en este momento no las tiene y que sin ellas el ‘procés’ no puede construir nada (aunque sí pueda destruir mucho, tanto en Cataluña como en España).

Para lo que sí están perfectamente legitimados la Generalitat y el Parlament actual es para utilizar todos los medios políticos legales a su alcance para convencer a la mitad constitucionalista de Cataluña y a la mayoría de España de la justicia democrática y la conveniencia política de convocar un referéndum de autodeterminación, ya sea mediante un pacto puramente político, ya mediante una reforma constitucional. La mayoría independentista que gobierna en Cataluña tiene legitimidad exactamente para eso, para seguir buscando las complicidades y apoyos que le faltan, pero para nada más.

Ganar en los despachos

Con la aprobación por el Parlament de las dos leyes de ruptura, la mayoría independentista ha pretendido ganar en los despachos lo que no ha sabido o podido ganar en el terreno de juego. El terreno de juego son las elecciones y ahí lo más que ha conseguido es un empate y por los pelos, no la victoria que quiere hacernos creer. Cuando el partido de Cataluña lo tenga ganado, el partido de España será pan comido.

Lo que esa mayoría sí ha conquistado en el césped social y electoral es la legitimidad inequívoca para plantear un cambio de las reglas del juego. Esa mayoría está hoy mucho más cerca que ayer de reunir las complicidades y los apoyos necesarios para que la Constitución introduzca en el ordenamiento español el derecho de autodeterminación.

Ahora bien, ese derecho, al que con buen criterio tanto temen todos los Estados del mundo, solo es factible jurídicamente y viable políticamente o bien si todas las partes están de acuerdo –las partes en Cataluña y las partes en España– o bien si una de ellas logra inclinar claramente la balanza electoral a su favor. Por ahora, ninguna de esas dos cosas ha sucedido.

Cuestión de precio

Ciertamente, los adversarios españoles y catalanes a incorporar el derecho de autodeterminación en un Estado democrático pueden seguir negándose a ello, pero el precio de hacerlo empieza a ser demasiado alto. El Gobierno siempre pensó que ese precio estaba inflado y que ya bajaría; aunque no quiera admitirlo, se equivocó: el precio no ha bajado y no es probable que vaya a hacerlo.

Todo lo contrario: el precio de negar a Cataluña lo que el soberanismo llama eufemísticamente ‘derecho a decidir’ no ha dejado de subir lentamente en los últimos meses y se ha disparado en las últimas semanas. Ciertamente, puede acabar bajando, pero también puede seguir subiendo. Nadie lo sabe.

Simultáneamente, los partidarios de ese derecho no pueden dejar de saber que el precio de intentar imponerlo por las bravas también tiene un precio: un precio que, tanto en Cataluña como en el resto de España, no ha cesado de subir en los últimos meses y de dispararse en las últimas semanas.

Elogio del empate

Mientras tanto, hemos de resignarnos a que de aquí al 1 de octubre no haya ningún tipo de entendimiento. El soberanismo quiere evitar a toda costa que el 1-O sea una derrota y el constitucionalismo quiere evitar a toda costa que sea una victoria. Y en eso estaremos hasta entonces.

Lo deseable para todos es que ese día se produjera un cierto empate, es decir, que votara gente, sí, pero no tanta ni tan poca como para que alguno de los dos contendientes se sintiera humillado o, lo que sería peor, ridiculizado.