Uno. Cuando los enfrentamientos políticos son a cara de perro –y el de la Generalitat con el Gobierno lo es– y además se retransmiten en directo, siempre hay un momento en que el noble choque de ideas del principio se convierte en un grotesco choque de penes al final. La testosterona le gana la partida a la ideología y lo que era abstracto y general se vuelve concreto y personal: ya no se trata de ver quién tiene mejores ideas sino de demostrar en la plaza pública quién la tiene más larga.

Dos. Los buenos policías conocen bien ese tipo de situaciones: hay un momento en que quieren a toda costa detener al malo no para que se cumpla la ley, sino para demostrar quién cojones manda aquí. El orgullo de un buen inspector no puede permitir que un delincuente famoso se chotee de él y demuestre al mundo que la tiene más larga que la Policía.

Tres. Los chinos tienen para todo esto una hermosa máxima: ‘Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir’. La flecha de la autodeterminación está en el arco político catalán y tiene que partir; la flecha de la Constitución está en el arco judicial español y tiene que partir. Esperemos que hagan el menos daño posible cuando lleguen a su destino.

Cuatro. En ocasiones excepcionales, esa pulsión por demostrar que uno la tiene más larga que quien nos ha herido o humillado conduce a estúpidas tragedias como la invasión de Irak. Los extremistas de la CUP o a la franja ultraderechista del PP estarían encantados de que en Cataluña hubiera un desenlace a la iraquí, pero si nadie se equivoca más de lo debido, no sucederá tal cosa y el temido choque de trenes se quedará en un simple choque de penes.

Cinco. La Generalitat ha formulado su amenaza, y como ocurre con todo el que formula una amenaza, ya no puede echarse atrás pues de hacerlo sería con toda razón acusada de cobarde, quedando desacreditada ante los suyos ‘ad eternum’. La amenaza de Puigdemont dice: “Habrá urnas y votación el 1-O”. La contra amenaza de Rajoy replica: “No habrá urnas ni votación el 1-O”. Sus arcos están tensados. Ninguno de los dos puede volverse atrás.

Seis. Lo ideal es que el choque quede en tablas y nadie se haga demasiado daño en él. O al menos que el daño no sea tan irreparable como para no poder celebrar las próximas elecciones catalanas en un escenario de normalidad. Tras esas elecciones, ERC tal vez solo podría formar mayoría parlamentaria con los Comunes, lo cual abriría un escenario no fácil pero sí mucho más civilizado que el actual con esa CUP teniendo en su poder las llaves del palacio.

Siete. Necesitamos políticos capaces de cambiar la matriz interpretativa en que está atrapado –y emponzoñado– el debate catalán. Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Miquel Iceta o Ada Colau, mal que bien y cada uno a su manera, lo están intentando, pero será imposible que consigan nada si el PP no se mueve de donde está. En realidad, nadie desde la derecha se está moviendo: todavía no han comprendido que si lo hicieran –aunque fuera solo un poco– el soberanismo más cerrilmente decisionista se vería obligado a modular sus posiciones y, tal vez, atemperar sus pasiones.