Ayer, once de agosto, falleció en su casa de Montaban Catalina Silva Cruz. Tenía 100 años y poco más de ocho meses. Con ella desaparece el último testimonio vivo de la matanza de Casas Viejas. Afortunadamente nos ha dejado su relato en una entrevista de varias horas cuyo “bruto” iba a merecer incluso el tratamiento de Bien de Interés Cultural en aquella, nunca nacida, a pesar de las reiteradas promesas, declaración del año 2009.

Catalina Silva ha sido una luchadora siempre. Antes de enero de 1933, en el grupo anarquista femenino Amor y Armonía al que perteneció junto a su hermana María y su amiga Manolita Lago. Durante los Sucesos, por atreverse a llegar hasta la choza mientras estaba asediada. Después, en 1936, tras el golpe de Estado, ayudando a huir a vecinos de Paterna y escapando ella misma tras el asesinato de su hermana. Valor y lucha que mantuvo en la huida continua hasta la frontera francesa y aún en el país vecino acosada por la ocupación nazi y la desconfianza de las autoridades galas en los millares de anarcosindicalistas refugiados en el sur del país.

Incluso en los peores momentos, según decía, nunca olvidó aquella noche invernal de enero de 1933 cuando, el sol de la esperanza revolucionaria fue sustituido por las llamas de la represión más despiadada. Noche tras noche recordaba lo vivido aunque no fuera hasta entrado el presente siglo cuando salió del anonimato en el que voluntariamente se había mantenido. Fue durante la preparación del libro que escribí sobre Miguel Pérez Cordón, el compañero de María Silva. Tuve la inmensa fortuna no sólo de conseguir su testimonio sino de abrir un tiempo de amistad y cariño con ella, su hija Estrella y sus hijos Augusto y Universo.

Catalina, como otros Silva, no ha tenido suerte con el país donde le tocó nacer y a cuya nacionalidad nunca renunció a pesar de vivir en Francia casi ochenta años. Toda una vida. No ha tenido suerte porque siempre ha estado en el grupo de los perdedores, de los que perdieron en 1933, en 1936-1939, en el exilio y tras la muerte del dictador cuando entró a formar parte de los olvidados y de los que no le gustó lo que vio cuando regresó, en breves viajes, a su tierra y localidad natal. Pero a ella, como a tantos otros, eso seguro que no le importaba. Sabía que mientras que esta sociedad esté como está organizada, su lugar sería ese. Nunca dejaría de ser un recordatorio para los poderosos, sean quienes sean, de que lo peor que les puede pasar a ellos es que existan personas conscientes y luchadoras, como ella, a las que cuanto más lejos se les tenga mejor.

Sin embargo, y no voy a ser muy original, la historia tiene sus ironías. Hoy por la tarde, cuando los restos de Catalina sean depositados en la tumba familiar del cementerio de Montauban, apenas unas decenas de metros los separaran de los del responsable político último de los asesinatos de Casas Viejas: el entonces presidente del gobierno de la república española, Manuel Azaña. Aquel que sacrificó el interés colectivo del país por el particular de quien ocupaba el poder.

Catalina, como otras decenas de miles de españoles, se va sin conocer dónde están los restos de su hermana María que fue asesinada, dentro de unos días hará 81 años. En silencio, sin hacer ruido como vivió. El tiempo ha pasado por ella, a pesar de sus 100 años, demasiado rápido para los ritmos de una sociedad y una administración, a todos sus niveles, como los actuales del Reino de España.

Catalina que la tierra te sea leve. Siempre vivirás en nuestros corazones.

(*) José Luis Gutiérrez Molina es historiador y está especializado en el movimiento anarquista.