La ley mordaza fue, sin duda, una de las normas más polémicas del anterior gobierno del Partido Popular. Una ola de indignación recorrió el país, y muchos agoreros anunciaron que iba a traer la disminución de nuestros derechos fundamentales.

Sucede, sin embargo, que a menudo las protestas contra una ley se olvidan una vez que es aprobada. Con frecuencia, también caen en el olvido las profecías sobre los desastres que iba a traer. Así se disimula la exageración de quienes siempre protestan contra todo. Aun así, ahora, dos años después de que entrara en vigor, es lícito preguntarse si será este el caso de la ley mordaza.

Ya hay datos y experiencia. Y hay que decir que la ley mordaza se está aplicando. ¡Y cómo! Entre julio de 2015 y diciembre de 2016 el Ministerio de Interior ha puesto casi trescientas mil multas aplicando esta ley de seguridad ciudadana. Es decir que la ley mordaza, en poco más de un año, ha servido para multar a uno de cada ciento sesenta españoles. Nada menos.

La cifra es brutal (el cero setenta y cinco por ciento de la población, multado) pero más impactante aún es examinar los motivos de estas sanciones. La inmensa mayoría son por consumir estupefacientes. Sin darnos cuenta, España ha dado un brutal paso atrás en esta materia, yendo en contra de la corriente predominante en el resto del mundo. Ahora, gracias a esta ley, ya no puede decirse que en España esté despenalizado el consumo de droga. Todo lo contrario. Desde hace año y medio la policía se ceba en perseguir y castigar a los consumidores, más que a los traficantes. No los meten en la cárcel, pero en año y medio la policía ha multado a más de ciento noventa mil ciudadanos por consumir drogas. Así que volvemos a cebarnos en el consumidor, no en el productor.

Pero todavía llaman más la atención los datos relativos a las sanciones impuestas por “falta de respeto” a los agentes de la autoridad. Más de veintidós mil. Se trata de un terreno abonado para la arbitrariedad. Hay que destacar que en esos veintidós mil casos la persona sancionada no cometió ningún delito. Es decir, que se excluyen los casos en los que la policía actuó contra delincuentes. También los casos en los que algún ciudadano se propasó verbalmente contra la policía proclamando ofensas que constituyan injurias. Lo que queda son todas actuaciones en las que la policía está en situación de superioridad física. Los agentes actúan en ejercicio del monopolio de la fuerza física, dotados de armas y medios abundantes, frente a ciudadanos que ni han cometido un delito, ni se resisten de manera activa. En esos casos el ciudadano es la parte débil, y el policía la fuerte. Pues bien, la ley protege al fuerte frente al débil. Autoriza al policía para decidir cuándo se siente ofendido y permite multar al ciudadano sin ninguna garantía suficiente.

Hay miles de ejemplos de abusos. Basta bucear un rato por internet: desde quien ironiza por el exceso de control en un aeropuerto, hasta el que le pide el número de placa a un agente. Todos multados.

Es el caso, por poner un ejemplo, del periodista andaluz Raúl Solís. Durante las protestas contra el autobús transfóbico de Hazte Oír la policía retuvo a un manifestante para identificarlo. El periodista se acercó a ver qué estaba pasando. Un policía lo increpó por demasiado curioso, él respondió educadamente que estaba trabajando. Así que le pidieron que se identificara. Ahora le ha llegado una propuesta de sanción. Lo acusan de poner en peligro a la policía, porque llevaba una cámara de fotos en la mano y se bajó de la acera. Raúl no cometió ningún delito, y un juez jamás lo multaría con una acusación tan inverosímil e inconstitucional. Pero en estos casos los agentes son juez y parte.

Las fuerzas de seguridad tienen ahora la potestad casi absoluta de sancionar cualquier conducta que -sin ser delito- les resulte molesta. Incluso cuando un ciudadano está ejerciendo legítimamente sus derechos fundamentales. Si a la policía le molesta que haya testigos de cómo cumplen su función, los puede sancionar. Si a un policía no le gusta que una ciudadana le conteste en el mismo tono maleducado que él haya usado, la puede sancionar. Si alguien protesta contra una injusticia policial, lo pueden sancionar. La amenaza de sanción es infinita e ilimitada. Y una vez impuesta no puede recurrirse ante un juez penal en un procedimiento con las garantías penales adecuadas. Sólo ante tribunales de lo contencioso y pagando unas tasas judiciales superiores a la sanción misma.

Podríamos seguir. Dieciséis mil multados por desobediencia leve a la policía. Pero lo que importa es destacar los efectos reales de la ley mordaza. Tenemos en nuestro país unos cuerpos policiales con escasísimo control democrático. A diario salen noticias de policías que se inventan pruebas (como en el caso Pujol) o que se encubren entre sí cuando cometen delitos (como sucede con el caso de manteros muertos a manos de los Mossos catalanes). En los últimos años España ha sido condenada en diez ocasiones por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por no investigar denuncias de torturas policiales… todo esto dibuja un panorama de arbitrariedad y falta de control que hace pensar que la policía se nos está yendo de las manos; de las manos democráticas.

Y entonces llega la Ley Mordaza y le da a la policía un instrumento más para escapar de todo control ciudadano. Los datos lo demuestran. Ahora la policía multa al que discrepa ante un abuso de autoridad, a la que protesta ante un exceso y hasta a quien intenta informar sobre las actuaciones policiales. Más allá de los cientos de miles de ciudadanos multados, estamos creando un monstruo fuera de control.