Lo decisivo a la hora de juzgar las declaraciones de un hombre público no es saber si dice toda la verdad, que por definición no puede decirla, sino saber si todo lo que dice es verdad.

Es obvio que anoche en La Sexta a preguntas de Jordi Évole y por la mañana en la cadena SER a preguntas de Javier del Pino, Juan Luis Cebrián no dijo toda la verdad: nadie en su lugar puede hacerlo, ni siquiera el propio Évole si se viera, como Cebrián, sometido a un interrogatorio sobre las iniquidades, favoritismos, arbitrariedades o atropellos cometidos por el grupo Planeta al que pertenece La Sexta.

Sobre la verdad 

Ahora bien, ¿era verdad todo lo que dijo Cebrián? No es probable que lo fuera, aunque ciertamente las razones para no decir la verdad puedan ser de muchas clases, que van desde la perversidad hasta la delicadeza pasando por el cálculo, el interés o la simple discreción.

No es creíble que el presidente de PRISA no tuviera nada que ver en la fulminante expulsión de las tertulias de la SER de periodistas como Nacho Escolar por publicar los papeles de Panamá que involucraban a su exmujer cuando esta aún no lo era, pero ahí Cebrián de ningún modo podía decir la verdad, pues además de dejarse mal a sí mismo habría dejado en mal lugar al director de la cadena, y eso es algo que ningún presidente de ninguna empresa puede hacer. Y el mismo dictamen cabe hacer sobre su evasiva respuesta a las comprometidas preguntas relacionadas con los errores informativos de bulto o con el reblandecimiento ideológico de la línea editorial de El País.

Dos cosas por explicar

Las dos cosas que Cebrián no ha podido explicar convincentemente son por qué involucró a PRISA en la querella contra los medios que habían publicado los papeles de Panamá cuando estos no afectaban a su empresa y por qué aceptó cobrar los millones que cobró el mismo año que El País despidió con un ERE a un importante número de periodistas. En el primer caso respondió como un político ventajista –‘no van contra mí, van contra España’– y en el segundo lo hizo como un cura rijoso –‘todos tenemos nuestras contradicciones, hijo mío’–, pero en ninguno de los dos convenció a mucha gente. El ERE de El País puede que fuera inevitable, pero cobrar los millones que cobró Cebrián no lo era. El viejo periodista los cobró, sencillamente, porque el dinero es codicioso.

En otras cuestiones estuvo, en cambio, muy lúcido, como al encuadrar la Transición en un contexto recíproco y general de miedo o al subrayar que el periodismo es parte principal del engranaje de las democracias porque estas son un régimen de opinión pública y es inevitable que el sistema del periodismo sea puro ‘stablishment’.

El hombre de la máscara

Lo que en ambas entrevistas Cebrián no pudo o no quiso hacer fue desbaratar su imagen –bastante estereotipada pero muy presente en las redes sociales o entre los seguidores de Podemos– de malvado de las películas de James Bond. El hecho de que en su día aceptara fotografiarse para la revista Jot Down sosteniendo la máscara del malísimo Darth Vader de ‘La guerra de las galaxias’ indica que no le importa coquetear con esa imagen pública de hombre poderoso y sin escrúpulos que tiene lo que hay que tener y está dispuesto a llegar hasta donde haya que llegar para defender su legado.

De las entrevistas de estos días con motivo de la promoción de su libro de memorias ‘Primera página’ se desprende no solo que Juan Luis Cebrián ya no es el que fue, sino que no le preocupa no serlo. Cuando se le menciona el hecho incontrovertible de que mucha gente piensa que se ha convertido en un tipo peligroso, a Cebrián ni se le ocurre desmentirlo. La situación más bien parece divertirle. Cuando el entrevistador le recuerda lo mucho que manda, él  se limita a entornar astutamente los ojillos, esbozar una sonrisa ambigua y dejar correr la leyenda negra. Y es que, como buen tipo peligroso, a Cebrián le importa un bledo que los demás piensen que se ha convertido en un tipo peligroso.

Un periodista de leyenda

Juan Luis Cebrián fue durante mucho tiempo un periodista de leyenda, un referente periodístico e intelectual de primer orden. Él fue uno de los principales artífices de que El País llegara a ser lo que fue; si luego el periódico dejó de serlo, como piensa mucha gente, no sería justo atribuírselo a él. Lo interesante, lo paradójico, casi lo literario del caso es que Cebrián nunca habría podido hacer lo que hizo al estallarle el caso Panamá si El País hubiera seguido siendo el mismo periódico que él creó: los trabajadores, sencillamente, no se lo habrían permitido.

Sea como fuere, esta vez el periodista y académico, más tarde reconvertido en excepcionalmente remunerado –pero no infalible– ejecutivo, no ha logrado estar a la altura de su propia leyenda. Le pasa a mucha gente: ser una leyenda es un incordio, una prisión, una condena. Hay ciertas cosas que una leyenda no puede hacer jamás, pues si las hace deja de inmediato de ser una leyenda.

Riqueza, codicia, valentía

¿Tenía Cebrián motivos para vetar a tertulianos en la SER o para querellarse contra los medios que publicaron sus supuestas vinculaciones panameñas, que él niega con rotundidad? No lo sabemos, pero, si los hubiera tenido, habrían sido estrictamente personales, no empresariales. ¿Tenía motivos para cobrar lo mucho que cobró cuando tantos de sus antiguos compañeros eran despedidos? No lo sabemos, pero, si los hubiera tenido, habrían sido estrictamente personales, no empresariales.

Con esos dos gestos poco valerosos el capitán de PRISA entierra los últimos restos de su leyenda profesional, certificando una vez más la amarga máxima según la cual la codicia no necesariamente te convierte en un hombre rico, pero la riqueza sí te convierte fatalmente en un hombre codicioso.