Este 1 de enero de 2018, en pleno auge de las novelas y las series de fantasía y terror, se cumplen doscientos años de la primera novela de ficción científica: Frankenstein o el moderno Prometeo.

Es oír el nombre de Frankenstein, y nos viene a la cabeza esa figura enorme de piel verdosa, movimientos autómatas y cráneo desproporcionado que nos ha apuntalado el cine en la memoria. La que atormentaba a Ana Torrent en El espíritu de la colmena (1973), la que aparecía en El Doctor Frankenstein (1931). Entre adaptaciones fieles y libérrimas de la historia a la gran pantalla, podríamos destacar las cinco de Terence Fisher para la Hammer, sobre todo El cerebro de Frankenstein (1969), aunque la más icónica es aquella de Boris Karloff para la Universal en 1931.

Rebelión romántica

No obstante, sería injusto con este hijo de su padre -“Frankenstein fue tu padre. Tu madre, el relámpago”, le espetaba al monstruo Bela Lugosi- que lo redujéramos a su faceta aterrorizadora, aun siendo dominante en los títulos del séptimo arte más alejados de la novela. Él no era malo, encarnaba, en cierta manera, el “buen salvaje” del que poco antes había hablado Rosseau.

El trasfondo del libro es muy profundo, Frankenstein tiene su origen en las tensiones entre ciencia y sociedad que se libraban en el siglo XIX.

Y es que el Romanticismo fue también un movimiento científico en el que la ciencia podía ser salvadora o condenatoria, un poco como ahora. La obra tiene su origen en las inquietudes sobre la creación de vida humana que compartía su autora, Mary Shelley, con su padre, William Godwin, filósofo ideólogo de ciertos puntos del anarquismo. Godwin ya había escrito un libro fantaseando con la, para él, misteriosa y mágica chispa generadora de vida, así como Frankenstein hace lo propio partiendo de las nociones de ciencia de Shelley, muy interesada en los avances en este terreno, en particular en los relacionados con la electricidad. Una pasión que compartía tanto con su marido, el poeta y ensayista Percy Bysshe Shelley, como con su amigo Lord Byron, súper estrella del momento, la compañera de éste y medio hermana de la escritora, Claire Clairmont, y el médico y escritor inglés John William Polidori.

El año sin verano

Todo esta pandilla se marchó a pasar unas semanas a la Villa Diodati (Génova), en un raro verano de 1816. Raro por el clima, tan intempestivo que ni se merecería la consideración de estival. Por los movimientos del volcán Tambora de Indonesia, nevó hasta mitad de junio y se sufrieron heladas que echaron a perder cultivos de Europa y Norteamérica, produciendo una tremenda hambruna intercontinental. Los amigos se refugiaban de las tormentas en largas tertulias, entretenidos con las historias de fantasmas de la entonces crepuscular literatura gótica, y pegando la hebra sobre la narrativa fantástica o el galvinismo.

Por fin, una noche, Byron tuvo la feliz ocurrencia: ¿por qué no hacer un concurso de relatos entre todos, a ver quién creaba la historia más aterradora?

También Polidori podía participar, aunque Byron tenía el hábito de reírse de sus escritos. Tanto el autor de Don Juan como Percy Shelley se olvidaron rápido del tema, tenían creaciones más importantes entre manos. Pero Polidori se tomó en serio el desafío, y sorprendió a propios y extraños con una historia, The Vampire, que contenía el que iba a convertirse en prototipo del vampiro romántico, y por extensión del actual.

La pesadilla de una noche de verano

A Mary tardó días en llegarle la idea de Frankenstein. Tanto se obsesionó con el reto -Byron la intimidaba un poco- y tanto le daba vueltas a si la electricidad podía o no generar vida, que la idea le vino en sueños.

En la duermevela entrevió al que sería su protagonista, Victor Frankenstein, al que puso a estudiar, en la ficción, en el Calvin College, un antiguo convento franciscano aún hoy operativo como colegio.

Victor, también afanado en encontrar el elixir de la existencia, recolecta huesos, dedos y demás miembros humanos para intentar darles vida. John Sutherland ha indicado en su libro How does Victor Frankestein make his monster? que, aunque en el texto no quede claro al 100%, el científico se la insufla en una “fálica sacudida” de electricidad.

La electricidad era un fenómeno aún bastante desconocido en sus fundamentos, aunque bien conocido por sus efectos.

Faraday no describió la inducción electromagnética, lo que daría origen a la Ley de Faraday, la base del control de la electricidad, hasta 1832, catorce años después de la edición de libro.

Además, faltaban 41 años para que Darwin publicara, entre polémicas y caricaturas, El origen de las especies. Cuando Shelley escribió su libro se consideraba posible que la electricidad estuviera en el origen de la vida, y se empezaba a especular, entre otros por Erasmus Darwin, el abuelo de Charles, con algún tipo de transformismo o evolución.

[caption id="attachment_14638" align="alignnone" width="550"] Ilustración de Henry Robinson en 1836 (Librería del Congreso).[/caption]

Inadaptación social

Como es sabido, Victor crea un hombre artificial de aspecto tan horroroso que lo acaba repudiando, así que el monstruo escapa del laboratorio para vengarse. Señala David J. Skall en su libro Screams of reason que Frankenstein –no está claro de dónde sacó Shelley el título, se baraja que pudo ser del castillo homónimo, aún hoy en pie en Alemania, o de Benjamin Franklin- es un cóctel de los arquetipos de Dios, Adán tras su expulsión del paraíso y Satán, constituyendo así una reflexión moral sobre la paternidad, o más bien sobre la responsabilidad que tenemos sobre lo que creamos. Lo que sale mal, no es la ciencia en sí sino su aceptación.

Es decir, el problema no está en la criatura sino en su apariencia. Lo que horroriza a Victor Frankenstein no es que su criatura fuera mala o violenta o peligrosa sino que era monstruosa por fuera.

Laten también en el texto las ideas progresistas que exhibía Mary Shelley. Feminista hija de feminista –de Mary Wollstonecraft, autora de A vindication of the Rights of the women-, Joyce Carol Oates ha detectado en el rechazo al monstruo un ahogado grito de dolor por el castigo social que la autora sufrió por su relación con Percy, a quien conoció siendo ella adolescente y él casado, lo que le generó críticas en la sociedad victoriana siempre encantada de escandalizarse.

Un texto anónimo

Tanto John Murray, editor de Byron, como Charles Ollier, editor de Percy Shelley, rechazaron publicar Frankenstein. Lo acabó lanzando, el 1 de enero de 1818, una editorial de novela popular y edición barata (léase mala), y el miedo de los editores al rechazo del público de un nombre femenino hizo que la primera edición se firmase como anónima. Aunque tuvo cuantiosos adeptos, la prensa de derechas tildó de absurda la historia, que, al ir dedicada a William Godwin, se atribuyó a Percy Shelley. Solo en 1823, en la segunda tirada del libro, Mary pudo firmar su historia. La había pergeñado con 19 años.

Quizá, como señala David J. Skal, Shelley se inspiró en algo en los mitos de Prometeo, Dédalo e Ícaro, Pigmalion, el Golem judío o Fausto, pero Frankenstein, este  libro hipnótico por su múltiples lecturas, cambió la literatura para siempre.

El género, hoy

Con Frankenstein nacía la ficción científica, cuya estela seguirían Stevenson y las historias de Mad Doctors, y hasta lo evocaríamos con la clonación de Dolly. Neil Gaiman, Stephen King, Max Brooks, Mark Z. Danielewski y hasta Chuck Palahniuk pueden considerarse algunos exitosos autores de la novela fantástica y de terror actual, ahora que los avances científicos y precisiones tipo CSI hacen al lector menos flexible a eso que en la teoría literaria se llama la suspensión de la incredulidad.