Basada en la novela de Brian Selznick, también autor de La invención de Hugo y que colabora en este guion, que llevó al cine Martin Scorsese, Todd Haynes nos sirve en El museo de las maravillas una obra que, como la de Scorsese, está claramente orientada a un público infantil/juvenil, lo cual no le resta seriedad y calidad en su estética y narración, pese a las cajas destempladas con las que la recibieron en el pasado Festival de Cannes.
Dos tiempos y un mismo espacio, Nueva York. En 1977, el joven Ben (Oakes Fegley), que acaba de perder a su madre Elaine (Michelle Williams) y se ha quedado sordo en un accidente, escapa a Nueva York en busca de su padre, a quien nunca ha conocido. Y en 1927, Rose (Millicent Simmonds), sordomuda y con un padre muy protector, marcha a Nueva York a buscar a su madre, Lillian Mayhew (Julianne Moore), estrella del cine mudo, en un juego metacinematográfico de la película.
Dos viajes paralelos narrados prácticamente mediante imágenes y música. Un juego sorprendente en blanco y negro, por un lado, y otra en color, que retrotrae estilos visuales de cada época.
Como ya hizo el director en Lejos del cielo, I’m not there o Carol, Haynes retrotrae con ingenio el pasado para integrarlo en el presente, hablar de lo anterior desde ahora manteniendo las constantes de entonces. El museo de las maravillas es, en definitiva, una producción con riesgo, imaginación. Inscrita en una línea de propuestas de los últimos tiempos que contravienen modas y sensibilidades a base de talento,  y que reivindican la experiencia sensorial de la imagen y de la música, el placer estético del cine.